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miércoles, 1 de febrero de 2017

Inmigración en Argentina: lo que no se dice

Publicado el 26 diciembre, 2016 por pescadofrescoblog

Argentina tiene dos tradiciones inmigratorias. De una de ellas se enorgullece, de la otra reniega. La primera es la gran migración ultramarina de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, que modificó radicalmente la estructura de la sociedad criolla, especialmente en Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, La Pampa… Amparada por el preámbulo de la Constitución Nacional y por la Ley Avellaneda, esta inmigración legó —entre muchas otras cosas— el relato del crisol de razas, que despuntó hacia el Centenario y se consolidó en innumerables mesas familiares y en los textos escolares. Sabemos que las decenas de miles de italianos, españoles, rusos, polacos, turcos y armenios que vinieron a estas orillas no eran los ingleses, suizos y alemanes deseados por Sarmiento y Alberdi hacia 1850 (esos seres rubios de genes celestes cuya sola presencia iba a torcer el camino de la barbarie hacia la civilización), pero no importó. Eso sólo demostró que lo relevante eran el esfuerzo y la vocación de sacrificio, y no el origen nacional, el idioma o la religión.

La segunda tradición migratoria proviene de los países americanos: Bolivia, Chile, Paraguay, Uruguay, y más recientemente Perú. Esta migración está presente en nuestro país por lo menos desde 1869, cuando se realizó el primer Censo Nacional de Población. Para ese entonces, los extranjeros provenientes de países limítrofes representaban el 2% de la población (y los ultramarinos el 12%). Durante los siglos XX y XXI las personas provenientes de países vecinos continuaron arribando, pero jamás alcanzaron las proporciones de la antigua migración ultramarina: a lo largo de 150 años, siempre oscilaron entre el 2% y el 4% de la población total. En 2010, el censo enumeró 1.400.000 residentes latinoamericanos. Valores moderados en comparación con los más de 2.000.000 de migrantes ultramarinos que cien años antes, en 1914, constituían el 27% de la población total del país.

La migración ultramarina comenzó a desacelerarse a partir de 1920 aproximadamente, y prácticamente se detuvo unas décadas más tarde. Es por eso que hablamos de una migración histórica: ha dejado de ocurrir. La migración latinoamericana, con su ritmo mucho más pausado y no exento de altibajos, ha recorrido los siglos XIX, XX y XXI. Es, a la vez, una migración histórica y contemporánea. Sin embargo, no ha sido parte de ningún relato de la Nación, no fue amparada por la legislación hasta 2004 y hay que buscarla con lupa en los textos escolares. Más aún: cuando se habla de ella es casi siempre para estigmatizarla y compararla con la migración ultramarina —desventajosamente, por cierto—. Y en esa comparación, repiquetea siempre un adjetivo que se ha vuelto sustantivo: “ilegal”.

Durante el último cuarto del siglo XX (debido a diversas modificaciones de la normativa migratoria que no viene a cuento señalar aquí) los migrantes provenientes de países vecinos tuvieron enormes dificultades para regularizar su situación residencial, es decir: para obtener el DNI. Las exigencias eran tales que muchos argentinos no hubiéramos podido cumplirlas… Sin dejar de ponderar la Ley Avellaneda (que había sido derogada en 1981 por Videla) y repitiendo como mantras el relato del crisol de razas y el preámbulo de la Constitución, durante la década de 1990 abundaron los discursos terroristas xenófobos y las razzias mediáticas sobre “los inmigrantes ilegales” peruanos, paraguayos y bolivianos. Desconociendo los obstáculos que repetidamente les imponían los reglamentos migratorios aprobados en democracia (en 1987 y 1994), su indocumentación fue argumentada como vocación de ilegalidad, lo que a su turno deslizaba fácilmente hacia la ilegitimidad de su presencia en el territorio argentino.

Alguien cuyos abuelos o bisabuelos hayan sido italianos, españoles, rusos, polacos, japoneses… ¿alguna vez los escuchó hablar de la Dirección Nacional de Migraciones? ¿De no tener cédula de Policía Federal, Policía Provincial, o DNI? ¿De tener que renovar la residencia y pagar la tasa? ¿De no poder abrir una cuenta de banco, alquilar un local, comprar una vivienda o tener que trabajar por una paga menor por carecer de documento? Seguramente no. Porque los migrantes ultramarinos muy rara vez fueron indocumentados (nadie osaría hablar de ellos como “ilegales”) y los pocos que lo fueron fue a consecuencia de situaciones singulares y no como efecto sistemático de la aplicación de la ley migratoria. Esto es parte de lo que no se dice, de aquello que ha sido mudo e invisible en los relatos familiares: los abuelos o bisabuelos trabajaron mucho (como burros, según mi abuelo calabrés) y todo ese esfuerzo cuajó en la libreta de ahorro, en la casa construida en un loteo, en la zinguería, en el bar, en la tintorería, en la chacra —en lo que fuera— porque nunca fueron extranjeros indocumentados. La documentación (y la legalidad que implica) no fue mérito de ellos, sino que fue el corazón de una política de cuyos efectos nos enorgullecemos. Su inclusión y su movilidad social surgieron de su esfuerzo (sin duda), pero también de una ley que los legalizó sin limitaciones (la ley Avellaneda) y de una escuela pública que educó a sus hijos e hijas, muchos de ellos extranjeros también.

En 2004 se derogó la ley de la dictadura que había sustituido a la Ley Avellaneda, y tras 128 años, Argentina (el país del crisol de razas) volvió a tener una ley migratoria con debate social y trámite parlamentario regular. Entre muchas otras cuestiones, la ley vigente (Nº 25.871) incorporó el criterio de nacionalidad como fundamento de la residencia temporaria. Esto significa que las personas ciudadanas de casi todos los países sudamericanos pueden solicitar permiso de residencia por dos años basado en su nacionalidad. Obviamente, deben cumplir otros requisitos, entre ellos ingreso regular al territorio, carencia de antecedentes penales y pago de tasa migratoria. Así obtienen un DNI de residente temporario, válido por dos años, que luego debe renovarse ante la Dirección Nacional de Migraciones. De este modo regularizaron su situación migratoria decenas de miles de personas que llevaban cinco, diez, quince e incluso veinte años viviendo en Argentina de manera estable (y en muchos casos definitiva) pero sin el bendito papel que les permitiera caminar por la calle tranquilos. El criterio de nacionalidad de la ley actual no es lo mismo que la residencia permanente que obtenían de manera automática los migrantes ultramarinos, pero sin duda es un paso gigantesco en contra de la indocumentación y de la marginalidad que ella genera, que perjudican a la sociedad en su conjunto y solo benefician a quienes se valen de ellas para pagar sueldos más bajos o evadir cargas sociales.

En los últimos meses han vuelto las miradas torcidas sobre los inmigrantes. Que la frontera es un colador, que llegan y ya tienen un plan social, que deberían pagar por la educación pública y por la salud, que son narcos, o adictos, o explotadores, o esclavos, o vagos, o analfabetos, o pretenden educación universitaria barata, y así según el gusto (o las fobias) de cada quien. Sin duda, cada una de estas cuestiones amerita una mirada puntual. Pero en conjunto, lo que se dice —casi sin pensar, o pensando—apunta principalmente a los migrantes latinoamericanos, esos “recién llegados” (que sin embargo están aquí desde hace 150 años…). Esta es la otra tradición migratoria, la que no se dice, la que fue ilegalizada e indocumentada durante décadas, y que a pesar de la masiva regularización documentaria de los últimos años sigue conservando, en los ojos de muchos, un cariz de ilegitimdad que hoy se ha empezado a fogonear nuevamente. ¿Será que los descendientes de los migrantes ultramarinos atizaremos una vez más las brasas de la xenofobia y el racismo? ¿O alguna vez quedará claro no hay inmigrantes buenos o malos, mejores o peores, civilizados o bárbaros, sino que los inmigrantes son lo que los nativos hacemos de ellos a través de las leyes, las instituciones y las prácticas?

De mis cuatro abuelos, uno vino de Calabria, una vino de Castilla y dos eran argentinos. Mis hijos tienen tres abuelos argentinos y una abuela de Carapeguá, Paraguay. Parafraseando la conocida frase de Octavio Paz, muchos argentinos descendemos de los barcos… y de los micros. Es hora de “sincerar” la inmigración en Argentina.

María Inés Pacecca
Antropóloga – FFyL – UBA

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