Entrevista Nengumbi con Paul Byrne

Buenos Aires, Argentina Diciembre 2009

sábado, 13 de abril de 2013

Piel clara y consciencia negra. Para una descolonización de la raza “1″

Dante Ibrahim Matta
Mi opinión sobre esta cuestión surge de reflexiones inspiradas por la lectura de la crónica de Cases Rebelles titulada “¿Quién es negro/a?”2 . No pretende constituir una respuesta teórica universal –hasta dudo de que exista–, sino ser solamente la expresión de una experiencia desde el interior de los límites y de las paradojas de las identidades raciales.

Es imposible aprehender semejante tema sin especificar la naturaleza de la experiencia desde la que lo pienso: soy afrodescendiente de origen uruguayo, nacido y criado en Francia. Sin embargo, la particularidad de mi experiencia respecto de esta cuestión reside en el hecho de que, aunque soy afrodescendiente, se me reconoce en general como blanco, tanto dentro de la sociedad francesa como de la uruguaya, pues la ficticia, pero efectiva, “línea racial” fue franqueada por una aplastante mayoría de mis contemporáneos.

La pregunta que quisiera plantear ahora es la siguiente: ¿en qué consiste lo que queda de la identidad africana o afrodescendiente cuando la línea racial fue franqueada por la mayoría de aquellos que perciben la existencia del afrodescendiente? En otras palabras, ¿en qué medida existe el afro más allá del blanco y de su evidente supremacía? ¿Es posible que la supremacía blanca se reduzca únicamente a prejuicios y discriminaciones y a la asignación a una casta específica dentro de la sociedad?

Identidad: yo y los otros

Es necesario, en primer lugar, considerar la parte ligada a la experiencia propia de esta identidad. Es decir, su relación con los otros y con el “sí mismo” condicionada por la percepción que tiene uno de esta identidad misma, la cual, a su vez, está condicionada por una relación particular con la historia y la cultura.
A mí, probablemente no me van a discriminar nunca en cuanto a la obtención de un empleo o de un ascenso, ni para conseguir alojamiento, ni tampoco en un tribunal. Corro mucho menos riesgo de ser asesinado por la policía que cualquiera de mis hermanos afros, así como me ahorro el padecimiento de todo tipo de prejuicios en mi vida y en mis relaciones con los demás: gozo de total libertad de ser y de hacer lo que quiero sin que aquello se considere vinculado con el hecho de ser afrodescendiente si decido silenciar esta identidad. Si elijo conservar el secreto de mis orígenes, mi opinión acerca de las cuestiones sobre la esclavitud, la historia africana, el colonialismo o el racismo, siempre será recibida como más neutra y equilibrada que si tuviera la piel oscura (como si el hecho de beneficiarse de un sistema volviese al beneficiario mejor capacitado para juzgarlo objetivamente).

No pienso seguir elaborando un listado de las ventajas que me otorga el color de mi piel. Para ello, remito al lector al excelente artículo de la norteamericana blanca Peggy McIntosh sobre el privilegio de ser blanco3 .
Mi caso, sin embargo, es un poco más complejo de lo que podría parecer, por haber vivido experiencias de “salida de raza ”4 en las que mi interlocutor había “detectado” mi “no blancura”. Considerando que rara vez se abordará espontáneamente este tipo de tema durante una conversación, me es imposible saber si el otro ve más allá de mi máscara y me ve, entonces, como me veo yo. Este planteo se vuelve más difícil de resolver si admitimos que aquel que me considera blanco me ve tan incuestionablemente blanco como mestizo aquel otro que me intuye mestizo. Ello debería llevarnos a interrogar las líneas raciales y su subjetividad.

Se generan entonces una especificidad y una complejidad adicionales en el hecho de quedar atrapado objetivamente, por el entrecruzamiento de variadas experiencias vividas, en un envoltorio racial borroso. Se me atribuyó una serie de orígenes tan insólita como original, pasando del alemán, ruso o checheno al beréber, cabila, italiano, israelí o turco, o por orígenes más complejos como el mestizo (entendiéndose negro-blanco), el martiniqués, el eurasiático, llegando a veces a una total incertidumbre en cuanto a mi parte “no blanca” percibida cada tanto por algún interlocutor. Mi experiencia me permite elaborar series de suposiciones según la edad o el origen de la persona; en general, es la gente mayor la más hábil en detectar mi parte “no blanca”, así como también la gente del “mundo anglosajón”, donde la raza es objeto de una atención secular.

Por tanto, es sencillamente imposible saber en qué proporción exacta detento algún privilegio del ser blanco, pero parto del principio de que me beneficio de él porque, la mayoría de las veces, la máscara funciona.
Tengo la prerrogativa de poder definirme a mí mismo como se me canta pues, aunque mi interlocutor percibiese en mí mi parte “no blanca”, podría tranquilamente refutarla y esto quedaría aceptado sin problema. Así, a veces ocurre que alguien se percata de mi mestizaje a partir del momento en que aludo a mis orígenes, no antes.

Por lo que el lector podría preguntarse, y sin duda lo hace, ¿por qué me defino en tanto mestizo y afrodescendiente y no en tanto blanco? ¿Qué es lo que me distingue de un blanco? Desde ya, aquello consiste principal e inevitablemente en lo que realmente soy: poco importa que las líneas arbitrarias de las razas me piensen como aquello o lo otro, no puedo cambiar el hecho de que el padre de mi madre es negro, que toda su vida tuvo una experiencia de negro, que su propio padre era negro como él y que la madre de este último probablemente nació esclava en Brasil. Si yo fuese el hijo de una japonesa y un español, podría llegar a ser percibido en América del Sur como indio5 , pero ¿alcanzaría esto para que lo sea? En Francia, algunos árabes con la piel clara y los ojos verdes pasan a menudo por ser blancos, pero ¿alcanza esto para que lo sean?

Esta es una regla lógica y simple que afirma la existencia de una diferencia entre el ser y el parecer y que, además, perdió vigencia tanto en lo que concierne a la raza como, por otra parte, al género: es lo que hace confundir el orden social con el orden natural.

Responsabilidad, historias y antepasados

La unión entre la experiencia afro y yo tiene lugar en el aspecto a la vez íntimo y profundo de esta cuestión: yo no elegí esta identificación o esta relación con la historia, se me impuso. No puedo decidir pensar en eso un día y olvidarlo al día siguiente; está inscripto en mi cuerpo, en lo más profundo de mi memoria, en mi nombre: no creo que haya pasado un solo día desde hace muchos años sin que piense en esta cuestión, o en la esclavitud. El valor que intento infundir en este texto es esta relación “íntima”, constitutiva, de la experiencia afro: no uso ninguna palabra al azar.

Cuando digo que fueron mis tías y mis madres las que fueron violadas en esta época en las plantaciones, es algo que para mí cobra plena realidad. En cualquier situación en la que se evoca mi apellido, me es IMPOSIBLE no pensar que se me está nombrando con un nombre que no es el mío; es un estigma estampado sobre mí y sobre mi familia, y la continuidad de este crimen reside en el hecho de que yo no llevo el nombre de mi familia, sino el de su verdugo. Este nombre me despersonaliza aún más por negarme mi identidad africana. El saber que mis antepasados fueron arrancados de sus tierras africanas para viajar apilados como ganado en las calas de siniestros navíos, luego fueron vendidos como “muebles”, sin otro horizonte que el de la servidumbre, contribuye en gran parte a la construcción de mi identidad. Mis ancestros fueron excluidos de la humanidad (sin jamás haberla integrado realmente), se les impusieron nombres, religiones e idiomas en un proceso de despersonalización necesario para la “producción” de esclavos. Vivieron a continuación durante varias generaciones en lo que se llama ahora el “universo concentracionario de América”. El blanqueamiento de mis ancestros resulta ante todo de la violación sistemática de las mujeres, de mis madres y mis tías, lo que explica por qué el afronorteamericano posee un promedio de 25% de “sangre europea”. Al respecto, Cases Rebelles subraya con acierto que esta sangre proviene en la cuasi totalidad de los casos del lado paterno6 : “Porque allí como en otras partes, en América las violaciones aclararon las pieles. Reprochar a los descendientes de esclavos su tez, sus lugares, sus idiomas, su cultura, es reprochar a los esclavos el haber devenido esclavos. Lo cual es miserable y remata con magnificencia la obra de los negreros. En la esclavitud, no solamente lo perdimos todo porque éramos negros, sino también porque, además, nos volvimos blancos”.

Tampoco me es posible olvidar que la lucha incesante por una mera supervivencia dentro de un infierno innombrable ha sido la regla de sus vidas a lo largo de más de cuatro siglos. El hecho de saber que la existencia entera de mis padres y de mis madres se redujo a ser únicamente una herramienta económica al servicio de la construcción de la “modernidad occidental” y en detrimento de sus propias civilizaciones, llegando hasta la negación de ellas, no está suavizado por tener una piel clara. Saber todo aquello es una experiencia en sí misma de la que nunca he podido desprenderme, y ni el color de mi piel ni la textura de mi cabello cambia en nada la historia de mis ancestros y la conciencia que tengo de ella. Saber que llevo el apellido del que compró y explotó a mi familia durante varias generaciones no se vive más fácilmente con ojos verdes que con ojos negros.

Gracias a esta lucha heroica de cada instante quedan testigos para acompañarme, quedan “afrodescendientes”; no desaparecimos como otros tantos pueblos que, al igual que nosotros, padecieron un genocidio. Mientras haya personas que sean reconocidas y que se reconozcan como afrodescendientes, la memoria de nuestro pueblo y de nuestra historia quedará viva e ineludible. Peso mis palabras, sobre todo considerando un contexto regional donde, por ejemplo, la población afroargentina desapareció en su casi totalidad en menos de un siglo: estadísticas de principios del siglo XX demuestran que había un 30% de afrodescendientes en Buenos Aires. Hoy, siguen presentes, pero en una proporción mucho menor y, sobre todo, quedan persistentemente invisibilizados dentro de una sociedad cuya mayoría blanca no tiene –o prefiere no tener– conciencia de la existencia de una “tercera raza” en su suelo7 .

El hecho de no querer reconocerme afrodescendiente, y entonces pretender ser blanco, sería a mis ojos una traición de aquello que tuvieron que vivir mis ancestros. Representaría también una mentira que transmitiría a mis hijos, pues mi apellido es de origen portugués, cuando la persona que lo recibió de parte de su amo no era portuguesa, sino indudablemente africana.

Me considero depositario de esta historia.
No creamos que la supremacía blanca terminó con la abolición de la esclavitud ni tampoco hoy de manera oficiosa. En Uruguay, por ejemplo, siguió presente oficialmente hasta épocas muy recientes, por medio de leyes raciales que encerraban a los negros considerados “agitados” en prisiones especiales llamadas “asilos para mandingas”. Sin hablar del reclutamiento forzado de los negros en guerras para defender a una nación que los había reducido a la esclavitud, cuando los blancos eran, por supuesto, libres de comprometerse o no.

En el transcurso del siglo XIX, decenas de millares de africanos y de afrodescendientes perdieron su vida en los campos de batalla contra Brasil, Portugal, Inglaterra, España, Paraguay y Argentina, utilizados como carne de cañón por unos y otros. Este hecho sería un elemento decisivo en el genocidio de los afroargentinos cometido por San Martín durante ese periodo; sin olvidar el enorme número de africanos y de afrodescendientes muertos en la guerra civil uruguaya entre los dos partidos políticos que, por otra parte, abolieron la esclavitud con el único propósito de reclutar negros para esta batalla.

Podríamos evocar el desprecio aún palpable hacia todo lo que se refiere al negro, al africano, a su historia y su cultura sencillamente descartadas como inexistentes o como insignificantes. Todos los elementos asociados a la cultura afro, o bien son recuperados y desviados de su sentido original por la cultura blanca8 , o bien son percibidos de modo negativo por la sociedad. No se enseña absolutamente nada en la escuela de la historia de la esclavitud, de África, y si es que se aprende algo, se lo hace tomando distancia de esta historia, nunca mediante una identificación. Además, el mito que haría de Uruguay una nación blanca pura sigue actuando sobra las mentes por más que el activismo de las asociaciones afrouruguayas y amerindias haya logrado algunos cambios. Este mito es tan arraigado que la mayoría de los uruguayos blancos declaran con orgullo que todo el mundo, en su país, es de ascendencia italiana o española, con lo que se distinguen así del resto de América del Sur, ignorando, o pretendiendo ignorar, que los afros están presentes en estas tierras porque los trajo la deportación de sus ancestros africanos para esclavizarlos. Se repite también ad nauseum que todos los amerindios murieron, como para deshacerse del “problema”, negando así la realidad de la presencia de sus descendientes en Uruguay.

Lo que sí se ignora, en todo caso, es que el país se construyó gracias al trabajo forzado de los esclavos africanos y de sus descendientes: sea en la industria de la carne o en la construcción y el mantenimiento del puerto de Montevideo, o del de Colonia del Sacramento, la mano de obra era africana. Sin embargo, en los cuadros y grabados que relatan estos episodios es muy raro vislumbrar figuras africanas; los artistas locales que los tomaron en cuenta, a menudo, se limitaron a mantener a los negros en un papel histórico segundario.
Toda esta parte de la identidad negra está ligada a la ascendencia compartida por todos aquellos que se reconocen o son reconocidos como afrodescendientes, más allá del hecho de vivir o no la discriminación y la asignación de un lugar especial dentro de la sociedad. De ningún modo esta ascendencia es vivida o percibida de la misma manera por todos los afrodescendientes. Hay quienes viven cotidianamente la experiencia de ser mirados como negros pero no otorgan ningún interés a la historia de sus antepasados o de África.

Rechazo tajantemente que se me deniegue esta identidad bajo el pretexto de reglas arbitrarias definidas por el sistema colonial mediante el “colorismo”9 : si tuviera exactamente la misma fisionomía, con un color de piel un poquito más oscuro –parámetro que solamente depende de una ínfima parte del patrimonio genético transmitido por mis ancestro, entre tantos otros–, entonces el conjunto de la sociedad me reconocería como negro. ¿No parece absurdo? El color “negro” de la piel no es sino un accidente de la identidad esencial afrodescendiente, no la condiciona en nada. Jamás hubiese habido negros de no haber habido blancos. Resulta más absurdo aún, si cabe, que los propios afrodescendientes retomen y utilicen estas mismas categorías inventadas por los colonos europeos. Nunca faltó gente para calificar a Amilcar Cabral o Malcolm X de “falso negro”, so pretexto de que tendrían una parte blanca. Mi propósito no consiste en una voluntad de quedar asignado a un lugar poco deseable dentro de la sociedad por obra de una dudosa empatía, sino en ser reconocido así como yo me reconozco y tal como soy. Defiendo pues el derecho a la autoidentificación en contra de la borradura de una historia y de un pueblo: mi determinación a actuar en este sentido se encuentra reforzada por una aguda convicción de que la política de las élites blancas uruguayas del siglo XIX aplicada al blanqueamiento de mi pueblo y de mi país fue absolutamente deliberada.

Y esto se observa particularmente hoy en Uruguay, donde gran parte de los afrodescendientes no son considerados como tales (aunque la palabra, en definitiva, sirve únicamente para decir negro sin decirlo: recuerda un poco la perífrasis “gente de color” de otra época, cuando el alcance de esta definición era diferente), sino que van a ser calificados como “mulato” si son de piel digamos más clara que el “fenotipo” imaginario del “africano”. Se trata de un proceso inconsciente de desvanecimiento de los africanos y de sus descendientes de la historia y del paisaje nacional porque, efectivamente, los negros pueden desaparecer de una sociedad posesclavista (como en la Argentina, lo comentaré en otro artículo), pero los afrodescendientes no pueden hacerlo. Al menos mientras duren la autoidentificación y el rechazo de estas reglas innobles cuyo vocabulario proviene en general del mundo animal y vegetal (mulato, mestizo…).
Son numerosos, en la historia de los afrodescendientes, los mestizos que detectaron la trampa tendida por la supremacía blanca y eligieron reivindicarse en tanto negros. No faltan los ejemplos: Malcolm X, Angela Davis, W. E. B. Dubois y muchos otros no eligieron la denominación aséptica y exclusiva de “mestizo”, que los colocaría de hecho en un no man’s land racial e histórico, sino que asumieron plenamente sus herencias históricas con la consciencia muy clara de que no hay motivo por avergonzarse de ellas. ¿Quién ha visto a un blanco americano dejar de autodefinirse por su ascendencia irlandesa o italiana so pretexto de que esta se remonta ya a varios siglos atrás, como ocurre a menudo? Cada uno se aferra a su identidad precolonial y resulta de lo más comprensible: solamente a los africanos se les pide con condescendencia que miren para adelante y dejen de rumiar el pasado.

Esta parte de la identidad negra no está alterada por el mestizaje, queda inscrita en mis genes y en mi relación con la historia colonial. No está “atenuada” tampoco por mi parte blanca, porque mi percepción con respecto a la historia no es el resultado de un minucioso cálculo del porcentaje de “sangre” negra, blanca o indígena. Les guste o no a los supremacistas blancos que se regocijan perniciosamente de poder silenciar a un mestizo, si este se identifica con la historia de sus ancestros africanos, mediante el justificativo falaz de que él también sería portador de una “culpabilidad compartida” por tener ancestros blancos. Este tipo de argumentación solamente devela una culpabilidad blanca mal digerida. Se utilizará con más fuerza si la apariencia del afrodescendiente aludido se asemeja más a la de un blanco que a la de un negro. Como si fuera posible que la “sangre blanca” limpiase la “sangre negra” de la historia. Se produce ahí un efecto perverso de la ideología del mestizaje en tanto horizonte ideal en los países poscoloniales, asunto sobre el que volveré en un próximo artículo.

No se trata de una cuestión de culpabilidad; no creo que la culpabilidad o que la responsabilidad tenga por qué ser hereditaria. Cada uno es únicamente responsable de sus propios actos y sería absurdo guardarle rencor a un blanco por aquello que hicieron sus antepasados e igual de injusto sería el hecho de ampliar a todas las personas de “su raza” una responsabilidad general. La demanda de reparación por la esclavitud, legítima y que comparto, no tiene nada que ver con alguna culpabilidad, sino con el hecho de devolver lo que ha sido tomado. La “culpabilidad blanca” emana con frecuencia de los blancos mismos, quienes sienten malestar cuando se habla de estos temas, como si se aludiera directamente a ellos. El trabajo simbólico y psicológico por hacer es enorme: la negación de este problema solamente prorroga infinitamente la supremacía blanca, y la ausencia de este trabajo produce una falsificación sistemática y patológica de la historia africana. Frantz Fanon decía que matando a un colono se liberaba a dos personas del colonialismo: hay que descolonizar tanto al blanco como al negro10 .

Si una fortuna se construyó a base de trabajo forzado, entonces tiene que ser restituida. Y este es el caso del desarrollo económico de Occidente y de su pasaje a la modernidad industrial: sin la acumulación permitida por el saqueo de las riquezas de África y de las Américas y la masa gigantesca de obras realizadas gratuitamente por brazos africanos y amerindios, Occidente nunca hubiese salido del medioevo económico (Eduardo Galeano, entre otros, lo demuestra en su libro Las venas abiertas de América latina11 ). Los judíos recibieron reparación de parte del Estado alemán, no porque cada alemán sea responsable de la Shoah, sino porque el Estado alemán cometió el genocidio en tanto tal, además de sacar extraordinarias riquezas de la confiscación de sus bienes. Asimismo, los estadounidenses de origen japonés obtuvieron reparación por haber estado internados en campos durante la Segunda Guerra Mundial. Son dos las dimensiones: el crimen cometido y las riquezas obtenidas de este crimen. No existe ningún motivo por el que los africanos deberían quedar excluidos de la justicia humana.

Cultura y liberación

Después de recorrer el aspecto “vivido” y el aspecto histórico de la identidad afro, quisiera ahora detenerme en la noción de cultura, que tiene aquí un papel fundamental.

La cultura afroamericana (y no solo afroestadounidense) tuvo una importancia enorme en mi concientización hasta integrar mi propia identidad, bajo las dos modalidades descritas a continuación.
En primer lugar está el papel esencial de la cultura como correa de transmisión: por medio de la música, la literatura y el cine tuve conocimiento de la historia de mis ancestros afroamericanos. La narración histórica eurocéntrica que nos envuelve inevitablemente en Francia no hizo sino subrayar la ausencia de mi propia historia en mi conciencia y en la conciencia general: asombra sobre todo por su falta de consideración. Esto era muy difícil al principio, sin una buena caja de herramientas: ¿cómo averiguar si lo que me iban a enseñar sobre mis ancestros no era una mentira y una manipulación? Porque aquel que se presenta como autoridad histórica es la continuidad histórica de aquel otro, responsable de la destrucción de África. Por lo tanto, fue por medio de la herramienta necesaria del afrocentrismo que emprendí la deconstrucción de la historia de África que se me había contado hasta entonces. Más tarde, gracias a la crítica radical de la epistemología y del paradigma de la modernidad occidental, pude empezar a deshacerme de la ideología colonial. La lista de los que tienen mi gratitud por el desarrollo de este proceso es demasiado larga para ser incluida en este artículo; espero poder establecer pronto una bibliografía para remediar esta falta.

El drama del descendiente de colonizado que vive en el mundo de la supremacía blanca, en mi opinión, reside en esto: padece una despersonalización caracterizada por su ausencia en el interior de la narración histórica que la nación hace de sí misma. Él no es sino un objeto de la historia, no existe fuera de su relación con el blanco. Esta dependencia resulta particularmente exacerbada en la mitología producida respecto del afroamericano: fue comprado, reducido a la esclavitud y luego por fin liberado, pero siempre por el blanco.
Es la cultura, en tanto aspecto reconstructor y productor de una identidad autónoma, de un nuevo centro para el descubrimiento y la identificación con la larga y continua historia de las luchas africanas y descoloniales, la que devuelve su humanidad al colonizado pues, en adelante, es un ser que actúa.
Fue difícil, debido a la presión constante de parte de la ideología colonial para singularizar, minimizar y apropiarse de la lucha: ¿acaso no es muy común escuchar que los colonizados arrancaron sus cadenas gracias a los ideales de las Luces? Jeque Mohamed Al Bachir Al Ibrahimi, en Argelia, no evocaba a Voltaire, sino al Corán cuando asoció el colonialismo con una empresa satánica y profundamente antiislámica12 .

Los primeros levantamientos organizados de esclavos africanos en Brasil tampoco ocurrieron gracias a la francofonía, más bien gracias a la lengua del islam, el árabe, lo que los supremacistas blancos se cuidaron mucho de recordar: es necesario preservar el mito de los villanos árabe-musulmanes que hicieron pasar el África negra por el filo de la espada.

Recordar que el islam fue la piedra angular de la lucha anticolonial en los países musulmanes les disgusta a los promotores de la barbarie colonial y a sus descendientes ideológicos de derecha o de izquierda. Ellos, que siempre encontrarán ventaja en su empresa, incluso en su propia destrucción, según la concepción fundamental de que Occidente era, es y será el Faro del Mundo en una laicización grosera del concepto de “Destino manifiesto”. La génesis de un acto solamente puede emanar de ellos. Siempre son los únicos actores de la Historia.

No por azar mi profesión de la fe islámica se produjo en la unión entre el momento de la deconstrucción y el de la reconstrucción de mi identidad: semejante cuestionamiento no podía ser parcial y yo no podía ahorrarme una completa revisión de mi relación con el mundo. El materialismo ateo ciertamente no es neutro, ni históricamente ni culturalmente: es el producto de la modernidad occidental. No nos confundamos respecto de mis declaraciones: siempre hubo gente con todo tipo de ideas acerca del sentido de su existencia; esto no implica ningún grado más o menos importante de alienación a la ideología de la modernidad occidental o, en otras palabras, a la ideología colonial.

Es más bien al aspecto hegemónico de esta doctrina al que apunto, este mismo que alteró desde hace mucho tiempo las diferentes religiones produciendo materialismos religiosos inseparables de un “desencantamiento del mundo”, este mismo, a su vez, indisociable de la colonización en tanto acto de puesta en periferia del conjunto del mundo alrededor de un centro dominador y hegemónico.

Precisamente a raíz de este aspecto hegemónico, mi palabra perdió un peso considerable dentro del ámbito militante y universitario, debido a mi testimonio de fe: me volví un individuo considerado “premoderno”, por no usar otros adjetivos.

Tampoco es por azar que el islam, así como también otras tradiciones espirituales, haya cumplido un papel tan importante en el seno de los movimientos afroamericanos: el que se hace garante de tu alma es también el que la posee; por lo tanto, una deconstrucción no puede ser completa sin un total cuestionamiento de la relación con el mundo, en todas sus dimensiones.

El trabajo de descolonización muy a menudo ha sido marcado por una transformación espiritual, sea en Irán con el Ayatola Jomeini y Ali Shariati, en Estados Unidos con Martin Luther King o Malcolm X, en India con Gandhi, en Perú con Tupac Amarú, en Argelia con Malek Bennabi, en Burkina Faso con Thomas Sankara o en Nicaragua con los sandinistas: consiste en una puesta a distancia crítica del “centro colonial”, encarnado en la forma de religiosidad dominante, mediante la ayuda de la conversión a otra religión, o bien mediante una reapropiación de esta fuente religiosa y su reajuste en una nueva interpretación. En definitiva, ambas tentativas no son tan diferentes.

Volviendo a la especificidad de la cuestión de los afrodescendientes uruguayos, no puedo dejar de evocar el rol identitario fundamental de las percusiones agrupadas bajo el nombre de “kandombe” (literalmente: “lo que hacen los negros” en idioma yoruba) en la conciencia afro. Ahí se encuentra el vínculo jamás interrumpido entre África y América, en los desfiles anuales o “llamadas”, que eran tanto demostraciones de fuerza como un medio de comunicación entre los esclavos africanos. Asimismo, encontramos en los símbolos que adornan diferentes banderolas, colores y banderas elementos de referencia propiamente africanos que nuestros ancestros buscaban transmitirnos: existen símbolos donde se mezclan la luna creciente y la estrella, indiscutible testimonio de la presencia del islam en los africanos deportados a América, corroborado por el descubrimiento de registros escritos en árabe por los esclavos africanos de Brasil.
El islam es pues un elemento integrado a la cultura africana y a la vez a la cultura afroamericana: una cuarta parte de los africanos deportados al universo concentracionario de América era musulmana.
Por supuesto que al kandombe no lo practican solamente los afrodescendientes. Muchos grupos están ahora mayoritariamente compuestos por blancos y un blanco puede perfectamente apreciar esta música e identificarse con ella. Esto no impide que la relación de un afrodescendiente con el kandombe sea necesariamente diferente: es para nosotros un elemento de supervivencia, una cuestión de vida o de muerte para nuestro pueblo el saber preservarlo y recordar sin cesar su significado y su historia.

Esta narración del rol de la cultura en la construcción de mi propia identidad no es, por cierto, tan orgánica y lineal como podría parecer: intento volver a juntar los fragmentos a posteriori. Tampoco quiere decir que el trabajo esté acabado. La profesión de la fe islámica tiene, por ejemplo, un lugar significativo: es un accidente en este trabajo de deconstrucción y un agente importante en el trabajo de reconstrucción, por lo tanto no ha sido otra cosa que el fruto de una búsqueda espiritual interior que trasciende estas consideraciones a la vez que las contiene. El grado de importancia de su rol solamente se me hizo claro, por así decirlo, durante la redacción de este artículo.

Mi reflexión sobre este tema todavía se encuentra en un estadio embrionario y cualquier comentario o recomendación sería para mí una ayuda valiosa en su desarrollo. Sobre todo si se considera que el acoplamiento del testimonio de una experiencia con su análisis constituye una empresa peligrosa en cuanto a la escritura de este artículo. La separación de la identidad afro en tres entidades es ficticia, por supuesto; no es sino un recorte que me permite expresar una relación con esta identidad y no una teoría de pretensión universal, como lo decía al principio de estas líneas. Cada parte es interdependiente e indisociable: la experiencia negra es a la vez una puerta y una jaula oscura, su relación con la historia una llave y una cadena, y su cultura una luz preciosa.

Febrero de 2013

Traducción del francés: Véronique Celton – Revisión: María Wallas


1. Esta nota ha sido publicada originalmente en francés en el sitio web de Les Indigènes de la République, http://www.indigenes-republique.fr/article.php3?id_article=1802 La traducimos y la publicamos con la muy amable autorización del autor (N. de la T.).
2. http://www.cases-rebelles.org/qui-est-noir-e/. Se puede leer el artículo en castellano en mi blog www.descoloniza-te.blogspot.com. Cases Rebelles es un sitio web francés de afrodescendientes y africanos, que alberga un programa de radio online.
3.http://www.mrax.be/spip.php ?article270
4.El autor se refiere a situaciones en las que presencia y percibe directamente la transformación de su propia identidad en la mente de un interlocutor, en el momento en que este se percata de su mestizaje. Con frecuencia cambia la actitud de la persona hacia él. Entró como blanco en una habitación, pero sale mestizo de ella (N. de la T.).
5.Quiero aclarar que este es el caso real de una mujer que conocí en el Norte argentino, hija de una japonesa y de un argentino blanco y a la que todos percibían como “indígena”, lo cual por supuesto no corresponde. Mi propósito es insistir en el derecho de cada uno a autodefinirse.
6.http://www.theroot.com/views/exactly-how-black-black-america ?page=0,0&fb_ref=fb_share_toolbar_horizontal)
7.Ver al respecto: “An African Tree Produces White Flowers: Black Consciousness in the Afro-Argentine Community During the Nineteenth and Twentieth Centuries” : http://www.as.miami.edu/clas/pdf/erika_edwards.pdf
8.Volveré sobre el caso del kandombe y su reapropiación problemática como «elemento nacional» de la cultura uruguaya en otro artículo, así como sobre el racismo en Uruguay, su costado más «estructural» y sus especificidades nacionales.
9.“colorismo”: teoría tendiente a dividir el afro descendiente en una miríada de categorías según el color de la piel y la parte más o menos importante de « sangre » negra.
10.Fanon, F., Los condenados de la Tierra, 1ª edición, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007 (N. de la T.).
11.Galeano, E., Las venas abiertas de América latina, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2010 (N. de la T.).
12.http://www.liberation-opprimes.net/la-fatwa-de-cheikh-el-ibrahimi-contre-le-colonialisme/


jueves, 4 de abril de 2013

Celebración del Día los Derechos Humanos de Sudáfrica

Día de los Derechos Humanos, 21 de marzo de 2013 -La Mansión del Four Seasons, Cerrito 1455

Discurso de su Alteza Real Princesa Zenani Mandela
Embajadora de Sudáfrica en Argentina

 
Distinguidos invitados, damas y caballeros,

Hoy se recuerda el 17.o aniversario del Día de los Derechos Humanos en Sudáfrica, un día que ha sido declarado Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial, en honor y memoria de los sudafricanos que fueron masacrados en Sharpeville, Sudáfrica, el 21 de marzo de 1960, por manifestarse en contra de la ley de pases que los obligaba a llevar documentos cada vez que ingresaban en áreas reservadas para “europeos”. Tal era la brutalidad del Apartheid: una política que fue declarada crimen contra la humanidad por la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Se ha dedicado este día a conmemorar el establecimiento de la Comisión de Derechos Humanos de Sudáfrica (SAHRC, por sus siglas en inglés). El objetivo de SAHRC es promover el respeto por los derechos humanos, promover la protección, el desarrollo y consecución de los derechos humanos, y monitorear y evaluar el cumplimiento de los derechos humanos en Sudáfrica.

Sus Excelencias, damas y caballeros,

Es un gran honor para mí hablarles sobre un asunto que ha ocupado un lugar muy cercano a mi corazón desde que tengo memoria. En toda nuestra historia como seres humanos, nada ha sido tan importante en cada época como los derechos humanos. Es el tema que ocupa páginas y páginas en nuestros libros de historia y que también ha servido de inspiración a nuestros más grandes poetas, cantantes, cuentistas, bailarines, cesteros, y es así como debe ser.

Permítanme decir de entrada que para mí los derechos humanos nunca han sido una noción abstracta, distante. Crecí en un hogar en el que las ideas de justicia, equidad, dignidad y derechos humanos se inscribieron en nosotros desde el momento en que empezamos a hablar. Mi padre y mi madre han dedicado sus vidas a la causa de los derechos humanos, e incluso la escuela secundaria a la que me enviaron fue elegida por su compromiso con la idea de los derechos que pertenecen a cada ser humano.

Nada encuentra mayor eco respecto de mi propio sentido de la dignidad que el Artículo 1 de la Declaración de Derechos Humanos, que dice: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Pero el desafío no reside en expresar los derechos humanos en forma elocuente, sino en la forma en que las personas los experimentan en su vida diaria. Creo que es esto lo que dio origen a las Instituciones del Capítulo 9 de Sudáfrica, que juntas aseguran que el Estado haga todo en su poder para que las personas y los grupos de personas gocen de sus derechos humanos.

Distinguidos invitados,

Me enorgullece el papel que Sudáfrica ha cumplido en liderar el camino con su reconocimiento y celebración de los derechos humanos de todos, sin distinción de raza, nacionalidad, religión, color, orientación sexual o idioma. Cuando redactamos nuestra Constitución, lo hicimos muy a sabiendas del lugar central que ocupa el respeto por los derechos humanos universales para el establecimiento de una democracia constitucional valiosa. La larga lucha por la democracia nos había convencido de que nada excepto la libertad sin condiciones ofrecería la clase de libertad que con tanto esfuerzo habíamos luchado por materializar.

En nuestra búsqueda por ayudar a curar las heridas del país y lograr la reconciliación de su pueblo revelando la verdad acerca de las violaciones de los derechos humanos ocurridas durante el Apartheid, Sudáfrica recurrió a la Comisión de Verdad y Reconciliación (TRC, por sus siglas en inglés). La TRC fue un cuerpo similar a un tribunal que se formó en 1995 en Sudáfrica. Se instruyó a la Comisión pronunciarse respecto de lo que se había hecho, por quién y a quién, por qué y qué iba a hacerse respecto de esos abusos del pasado en nuestro presente más calmo. La experiencia de Sudáfrica resultó única porque el proceso no se ocupaba sólo de otorgar amnistía a los perpetradores de los abusos contra los derechos humanos; también buscaba dar voz a las víctimas y preveía la indemnización y rehabilitación de las víctimas. Subsiguientemente, Sudáfrica asistió a numerosos países africanos a establecer sus propias TRC, sobre la base del entendimiento de que la cura y la construcción de un país no es un hecho solo, sino un proceso continuado.

Como es sabido, tanto Sudáfrica como Argentina padecieron sistemas autoritarios en el pasado reciente, es decir, el sistema delApartheid en Sudáfrica y la dictadura militar en Argentina, en que serias violaciones a los derechos humanos fueron cometidas por parte de ambos regímenes. En ese sentido, los Ministros de Relaciones Exteriores de ambos países, en su reunión mantenida en noviembre de 2012,tomaron nota de algunas exitosas áreas de cooperación entre ambos gobiernos, mientras que también delinearon cuestiones clave que requerían de especial atención para lograr una mayor profundización de la vibrante cooperación en el campo mencionado.

Una de las áreas en las que mi país se propuso marcar una diferencia inmediata fue en abordar los muchos años de inequidad de Género. Si bien la Constitución declaraba la igualdad entre hombres y mujeres, así y todo era importante asegurar que esta igualdad estuviese reflejada en los hechos y no sólo en las palabras. Creo que es esto lo que ha hecho posible que Sudáfrica designara mujeres para algunas de sus instituciones clave, tanto públicas como privadas, incluido el sistema judicial, la comisión electoral y el banco de reservas.

Me gustaría agregar que una de las cosas que considero fue muy importante que hiciera Sudáfrica fue declarar en forma inequívoca que Sudáfrica pertenece a todos los que viven en ella. Esto significa que los refugiados y los que buscan asilo en nuestro país tienen acceso a todo el abanico de derechos de que gozan los ciudadanos sudafricanos. Yo creo que esto refuerza nuestra visión de que los derechos humanos no son divisibles y que si no se dispensan a todos, una sociedad no puede ser completamente libre, justa y democrática.

No hay duda de que construir y profundizar nuestra democracia constitucional sigue siendo un trabajo en curso, pero sí creo que en 19 años, hemos logrado mucho de que enorgullecernos. Permítanme ahora concluir con una nota personal y decir que es una profunda satisfacción ver cómo el resto del mundo se ha convertido en un laboratorio global para experimentar con el maravilloso sueño de una sociedad libre en la que los Derechos Humanos figuran como un ingrediente clave de las sociedades.

¡Muchas gracias!