A los 16 años, Djamel subió a un barco chino. La tripulación lo descubrió en alta mar, así que ya no había forma de devolverlo. Tenía cara de niño y se comunicaba en un inglés mezclado con parte de las 500 lenguas que se hablan en Nigeria, su país de origen. Un mes después desembarcó en Argentina, en el puerto de San Lorenzo. No está muy claro cómo llegó hasta Buenos Aires. Él dice que se tomó un taxi, pero otras versiones indican que algunos africanos que también venían de polizontes o la misma prefectura lo ayudó a viajar hasta la capital. Lo cierto es que apareció en San Telmo. Y que allí se quedó.
Antes de subir al barco, en su país Djamel estuvo en un campo de prisioneros. La historia es bastante clásica en la zona: la guerrilla del Niger Delta People’s Volunteer Force secuestró a toda familia para que su padre, un abogado ligado al gobierno, se pasara a sus filas. El hombre no quería saber nada y uno de los guerrilleros le vació un cargador en la cabeza delante de Djamel y su madre. Él nunca me narró la escena completa, pero alcanza con saber algunos detalles para darse una idea.
Los milicianos del Volunteer Force parecen personajes de una película de acción clase B. Las fotos los muestran como a tipos musculosos con remeras sin mangas, ristras de balas en bandolera y ametralladoras portátiles. Algunos usan pasamontañas de los que sobresalen sus labios gruesos y los ojos inyectados en sangre. Se financian con el secuestro de barcos de petroleros: lo hacen tan bien, que las empresas como Shell los consideran en sus balances. Pero quizás eso sea apenas un detalle para esta historia: sea lo que esa, un padre es siempre un padre, aquí y en cualquier parte. Da igual que lo mate a dentelladas la peor pandilla del mundo o que le practiquen una eutanasia en una clínica privada de suiza. Siempre va a doler. Después del asesinato, Djamel y su madre decidieron escapar. Al anochecer se internaron en el bosque junto a otros prisioneros. Corrieron con todas sus fuerzas hasta que los guerrilleros les cortaron el paso a tiros. Allí, algunos aprendieron que en medio de la desesperación ya no importa ni el aire ni el cansancio. De esta parte conozco algunos detalles: zumbaban las balas, se escuchaban gritos y estaba oscuro, tan oscuro que el fondo blanco de los ojos brillaban como fantasmas del miedo. En algún momento, Djamel perdió el rastro de su madre. Jamás la volvió a ver. La esperó. Fue un tiempo largo. Nunca me lo dijo, pero estoy seguro de que en algún lugar de su alma pensó si había actuado bien, si no tendría que haber retrocedido para rescatarla, si no tendría que haberse quedado pegado a ella para cuidarla en medio de los tiros. Desde que aquel guerrillero le había disparado en la cabeza a su padre, él era el hombre de la familia, o de lo que alguna vez había sido una familia. Sé que dentro suyo trabajó una culpa machista, una de esas culpas horribles que ni siquiera se pueden nombrar.
Djamel intentó volver a su casa, pero los guerrilleros la tenían en su poder. Se escondió en lo de un amigo de la infancia y allí también se sintió vigilado. Era un niño asustado y estaba solo. Decidió que era mejor partir, cruzar el océano, empezar de nuevo lo más lejos posible. En el barco, camino a un país del que no sabía nada, descubrió el hambre por primera vez. A mi me lo presentaron un año después. Tenía que seguirlo y retratar su vida cotidiana para una campaña de concientización a favor de los refugiados. Al principio me pareció lo que es: un pibe de 18 años que las pasó todas y que no por eso dejó de ser un adolescente en busca de su lugar en el mundo. Él quería ser diferente. Los africanos en Buenos Aires se organizan y se ayudan unos a otros para sobrevivir: como a la mayoría no le queda otra opción que trabajar de vendedores ambulantes, se cuidan entre ellos y en los hoteles se turnan para cocinar. Si dos africanos se cruzan en la calle de siempre se saludan, a veces con un imperceptible movimiento de la cabeza. Djamel participaba de esos intercambios y compartía la comida, pero se negaba a trabajar en la calle. “Yo quiero algo mejor para mí, papá”, me decía siempre. “Voy a cantar. Tengo estilo, todos me van a conocer”. El tipo se la creía de verdad: caminaba como si la vida fuese un baile, y cuando se reía a carcajadas dejaba ver su dentadura de marfil sin fisuras.
Todo el tiempo hablaba de lo famoso que iba a ser cuando la gente conociera su talento. “Acá, papá-solía decir-hay poca oportunidad para los negros, pero yo voy a triunfar. Voy a grabar mi disco y voy ganar mucho dinero”. Mientras tanto, disfrutaba y sufría con su cuerpo. Hacía 50 flexiones de brazos todas las mañanas y cuando podía mostraba sus abdominales, que eran como las tablas de lavar ropa que usaba mi abuela. Con las mujeres le iba bien, pero también hombres lo miraban con deseo, curiosidad o desprecios. Nunca logré descifrar del todo las miradas masculinas sobre él, pero a Djamel lo ponía furioso. Era capaz de ponerse a gritar “puto, puto, puto” en medio de la calle si se le acercaba alguien amanerado o si lo miraban de más. En mi país, decía con furia, todo esto no existe. Ser puto está prohíbido. Son el demonio, los hijos de satanás. Alla los matan, papá. Verlo enojado me daba un poco de miedo.
Siempre repetía que se iba a mudar a Santa Cruz. Djamel calculaba que allí no había negros, y que entonces podía convertirse en una celebridad. No sé de donde lo había sacado. A veces decía que de pequeño, en su país, veía imágenes del Glaciar Perito Moreno y que había venido a Buenos Aires pensando que iba a estar cerca de allí. A mí me parecía poco probable, pero me dejé ganar cuando me dijo que el hielo limpiaba el corazón de los negros. Cada uno tiene sus mambos privados. Ese día, Djamel me convenció de que el suyo estaba bien. Y decidí hacer algo al respecto.
Si vieron Mala Noche me van a entender. Es la primea película que filmó Gus Van Sant, y narra la historia de un yanqui que trabaja de cajero de una estación de servicios en Los Angeles. Un día entra a comprar un mexicano hermoso que debe ser unos diez años menor que él. El cajero se enamora de su cliente, pero no pueden cruzar palabra. El mexicano se ríe de la situación: conocí a un pinche puto, le dice a sus amigos, y entre todos van a usarle el auto, le vacían la heladera y cada tanto le dan un poco de carne latina. La película termina con el gringo que pasa por una calle y mira a los mexicanos que siguen su vida como si nada. Mala noche no es tanto una película de amor sino sobre la imposibilidad de que un anglosajón de 30 años salte por encima de su cultura y se comunique con un latino de 18. Es una película sobre la tristeza de un tipo al que se le acabó la juventud y que no tiene posibilidades de cambiarlo.
Cuando empezó lo del Perito Moreno protagonicé mi propia Mala Noche: me convertí en el gringo resignado a no poder comunicarse con el niño bonito. Djamel parecía saberlo, y se comportaba conmigo como una especie de taxi boy. Intentaba seducirme, me mentía un poco y trataba de sacar ventaja. Lo más triste para los que observaban la situación era que yo era consciente de todo y lo dejaba actuar con impunidad. Algunos amigos pensaban que me había enamorado de él. Otros, los que me conocen más, sabían que no era así: para contar su vida necesitaba
acercarme. Y lo estaba haciendo de verdad.
Lo del glaciar se tornó raro. Todas las historias que me contaba sobre el tema terminaban en la mitad. Todas tenían algún punto oscuro, baches en el argumento que sólo podía llenar con mis suposiciones. Un día me dijo que su padre le había mostrado fotos de Calafate. Otro, que había visto el hielo por televisión cuando era niño. A veces mezclaba las dos historias: que lo había visto por televisión con su padre, o que era el viejo el que soñaba con mudarse para allá. Como Djamel no habla bien castellano, yo me autoengañaba diciendo que todo era un problema de traducción. También construí teorías para hacerme el que lo entendía. Al final, me quedé con eso de que “el hielo limpia el corazón de los negros”, y asumí que todo lo demás era accesorio.
Conseguí los pasajes y nos fuimos para allá. Me sentía una especie de Julian Weich cumpliendo el sueño del participante número 1, pero también tenía muchos argumentos a mi favor. No soy Mc Fly, y puedo intervenir en el curso de los acontecimientos.
Llegamos a Calafate. La historia del refugiado soñador había movilizado a mis amigos, y teníamos entrevistas para que Djamel consiguiese un trabajo y se mudara allá. Todos suponían que lo mejor era buscar por el lado de la industria hotelera: aprovechar su simpatía para conseguir un puesto en alguno de los tantos hoteles que atienden turistas extranjeros. La estrategia era dar a conocer su historia en la radio y mover algunos contactos en el pueblo.
Fuimos a Radio Nacional. Contaron su historia y lo presentaron para que diga lo suyo. Pero Djamel no pidió trabajo. Se puso en el papel de rapero e hizo un discurso sobre el hip hop y su estilo elegante. Prometió que iba a quedarse allí para enseñarle a todos lo que era el verdadero hip hop gansssta, dijo que la west cost había llegado hasta el sur para quedarse y que él, con todo su flow, iba a dar vuelta Santa Cruz. Durante un segundo pensé en asesinarlo allí mismo, pero después entendí. Djamel es todavía un niño, y en algún punto era sano que tire por la borda mis planes neuróticos y ponga sus sueños sobre la mesa.
Desde ese momento supe que la primer parte del plan -ayudarlo a quedarse- era un fracaso. Todavía me quedaba el punto 2: usar el hielo para limpiarle el corazón. Nos colamos en una excursión con europeos que habían pagado cientos de euros para caminar sobre el glaciar. Subimos un barco que cruza lago argentino y antes de zarpar ya sentí las miradas clavadas en nosotros. Para el resto de los turistas eramos una pareja rara: un africano de 18 años con un tipo de 30 y pico que no paraba de sacarle fotos. Escuché algunos comentarios en voz baja: algunos chistes bobos y otros de envidia, muchos tan racistas como los que Djamel escucha todos los días. La mayoría de nuestros compañeros de excursión pensaban que yo era un loco millonario que había traído a un pibe africano para intentar seducirlo. Por suerte, Djamel no se daba cuenta nada.
En el glaciar nos pusieron unas raquetas y nos llevaron a caminar por el hielo. Fue una experiencia linda, pero no me emocionó: había un montón de gringos y gallegos jubilados diciendo tonterías. La escena de tomar whisky con hielos continentales me pareció el sumum del hedonismo para oficinistas. Pero Djamel estaba contento: tomó agua del glaciar, juntó algunas piedras y se sacó fotos con los guías de turismo. Desde el punto de vista de mi tarea -retratar su vida- fue todo un fracaso, y la verdad que después de su actuación en la radio había desistido de ayudarlo a conseguir un trabajo. Me quedaba el consuelo de haberle limpiado el corazón. La verdad es que yo no lo veía cambiado, pero él decía que le había hecho bien. Los dos volvimos a Buenos Aires muertos de sueño y con la sensación de haber terminado una etapa. Yo había hecho mi parte del trabajo y me parecía que merecíamos darle un cierre. Le propuse encontrarnos una vez más y hacer una ceremonia final: una entrevista formal, con grabador y todo, para que me contara algunos detalles de su vida que todavía no tenía claros.
El día que nos volvimos a ver para la entrevista, él sonreía con esa risa elegante que tienen los negros, y que parece brotar de todo el cuerpo. Le pregunté que le pasaba y me dijo que no lo iba a poder creer, que cuando me contara yo también iba a llorar y reír al mismo tiempo. Fuimos a su habitación. Él se acostó en la cama y yo me senté en una silla. Habló durante una hora, sin despegar los ojos del techo. En algún momento lloró con lágrimas que patinaban sobre su cara inmóvil y se perdían en las sábanas. Imaginé que eran esas lágrimas de vaselina que lloran los santos de las iglesias. Ayudó que el tipo las ignoraba: durante todo su relato no sacó los ojos del techo. Allí, entendí, proyectaban la película de su alucinación.
No voy a contar todos los detalles de lo que me dijo esa noche. En su relato había prostitutas dominicanas de Once, mozos de un bar de Congreso, una pareja enojada en el Abasto, un policía que le tuvo lástima en San Cristobal y una mujer que gritó cuando él la quiso abrazar al final de ese recorrido, casi en San Telmo. Durante todo el trayecto, Djamel escuchó una voz, algo que le decía que al más mínimo detalle iba a morir: si se le paraba el pito en Once, si apoyaba el vaso en la mesa del bar, si soltaba a ese policía al que se le prendió como garrapata, o si no abrazaba a esa mujer que se le cruzó en la calle. Hacer o dejar de hacer esas cosas, le decía la voz, era motivo para que su vida terminara de inmediato. Cada tanto Djamel intentaba echarla a gritos, pero la voz no se iba. Cuando llegó al bar del frente de su hotel, ya se había meado encima, así que subió a su casa a cambiarse y volvió para ver si se tranquilizaba un poco.
En el bar, desde adentro de una pared apareció un tipo que lo llamó por su nombre. Le dijo que quería hablar con él y salieron a la calle. El tipo tenía barba y pelo largo. Soy un angel, le dijo a Djamel. Vengo a decirte que tu madre está con Dios. Djamel empezó a llorar –en ese momento y en su relato- y se quedó sin palabras. Después se puso a bailar de alegría. Los patovicas del bar -dos merqueros insoportables- no lo querían dejar entrar de vuelta porque pensaban que estaba loco, pero a él no le importo nada. Me preguntó si le creía. Supongo que los 18 años uno necesita encontrar ciertas respuestas, y que él había logrado resolver lo de su madre de esa manera. Así que le creí. Te creo, le dije: como no te voy a creer. Ahora tenés que preocuparte por ser feliz. Él me dijo que sí. Quedamos en encontrarnos tres días después. Todavía faltaba que me contara los detalles de la historia que yo quería escribir.
Los dos sabíamos que nuestro próximo encuentro podía ser el último. Lo invité a cenar. Fuimos a un bar y pedí la carta. Mientras esperábamos bajó la mirada y habló con vos ronca, como cada vez que sentía vergüenza. “No puedo contarte mi historia, papá”, dijo, “después de lo que pasó el otro día fui a la iglesia y me bautizaron. Ahora soy una persona nueva. No voy a hablar de mi pasado”.
Me bajó la presión. De verdad. Supuse que buscaba una forma de retenerme, de que siga orbitando a su alrededor. Pero yo soy un neurótico decidido, y me siento capaz de cortar el cable si hace falta. Este no me iba a ganar. “Entonces”, le dije, “lo nuestro terminó”. Djamel bajó la vista. Suspendí la cena y le dije que me tenía que ir, que tenía otras cosas que hacer. Nos despedimos en una esquina. Antes de irme le repetí que si llegaba a necesitar algo me podía llamar, pero que de mi parte el trabajo había terminado. Al rato me mandó un mensaje al celular. Todo bien, te pido disculpas, papá. Todo bien, le respondí yo. Si necesitas algo llamame. Sentía que nuestro vínculo se había cortado de forma violenta. Estaba mareado.
Un tiempo después publiqué una nota en una revista del interior. Hablaba sobre la situación de los refugiados en Argentina y hacía incapié en él. A los pocos días me escribió una mujer que quería invitar a Djamel a pasar la navidad con su familia. Me intenté comunicar con él para ver que le parecía, pero su teléfono estaba apagado. En Enero comenzaron mis de vacaciones y olvidé el asunto.
Pero hace dos semanas recibí el llamado con la noticia. Djamel estaba preso e internado en el Borda, las dos cosas a la vez. Su abogado me proponía que lo fuera a visitar. Al parecer había tenido un incidente con una mujer en la calle. Cuando lo llevaron preso se desnudó y empezó a rezar a los gritos. Unos días antes lo habían expulsado de su hotel por acusar a la dueña de ser un vampiro. La mujer, me contó el propio Djamel después, no lo dejaba cantar junto al coro de ángeles con los que compartía la habitación. Por eso él, para proteger sus cosas de la influencia maligna, había meado las paredes y los pasillos del lugar.
Djamel había sufrido el brote más importante el día de su cumpleaños número 19. Ese día dejaba de recibir la poquísima ayuda que otorgan los organismos que protegen a los menores refugiados y, a ojos de la ley, se convertía en un adulto. Hasta ese momento alguien garantizaba su hotel y 100 pesos para comida mensual. De las mismas manos había llegado, como respuesta a su inquietud de estudiar ingeniería, una beca para hacer un curso de mecánica automotriz. Ahora ya no le quedaba ni eso. Sus conocidos especularon bastante: algunos dijeron que era una forma violenta de llamar la atención. Otros, una consecuencia de no haber resuelto bien la historia de su madre. A mí me explicaron que la psicosis es una bomba de tiempo que uno lleva adentro, como un alien, y que puede explotar por cualquier excusa.
Sus primeros días en el hospital fueron complicados. Le tocó compartir el pabellón con un boxeador merquero que le había pegado a cada uno de sus compañeros y que pensaba que Djamel era pariente de Mick Tyson. Todos querían ver una pelea entre ambos. El boxeador porque se sentía amenazado, los demás pacientes porque pensaban que Djamel iba a hacer justicia en nombre de ellos, y los guardias para tener un poco de diversión. No se si fue casualidad u otro de sus actos de narcisismo, pero Djamel soportó el acoso durante dos o tres días, y eligió el momento exacto de mi visita para agarrarse a piñas.
Estábamos en el comedor y el tipo apareció en slip, con cara de sacado. Era un típico pulenta argentino, matón y merquero, con un poco de buzarda y pelos arriba de la cintura. Bailoteó como barra brava alrededor de las mesas y empujó un par de sillas. “Con vos está todo picante -decía- vas a cobrar, neeegro”. Todo el pabellón miraba. Djamel tardó en pararse. Cuando lo hizo le clavó los ojos, se puso en guardia, se acercó de frente y le pego diez trompradas en la cabeza, una atrás de la otra. El boxeador no aguantó ni diez segundos. Intentó volver a plantarse, pero los guardias se lo llevaron con la cara arruinada. Djamel se puso la remera y se volvió a sentar conmigo. Todos los loquitos del pabellón, desde el primero al último, vinieron a abrazarlo y a darle las gracias. Yo me quería ir, pero tuve que quedarme para hacer el papel de amigo contenedor, así que me lo llevé a dar una vuelta por el hospital.
En los hospitales psiquiátricos hay un ambiente semi tumbero, quizás porque igual que las cárceles y el resto de los hospitales públicos, son depósitos de pobres. La diferencia son las pastillas que se toman, y el tipo de dolor que se siente. En el Borda hay un fenómeno que se llama hospitalización: te empezás a acostumbrar a estar ahí y no podés salir más. Está lleno de tipos que tienen 20 o 30 años de internación, y que no podrían sobrevivir ni un segundo afuera del hospital. Yo tenía miedo de que ese virus atrape a Dajmel.
Una semana después, cuando volví a visitarlo, me acompañó hasta la salida y dijo que quería contarme sobre unas piedras que había traído de Santa Cruz y que ahora buscaba en el hospital. A una de ellas la había encontrado incrustada en la pared de un baño, y ahora estaba a la caza de la otra. Me imaginé a los psiquiatras intentando entender toda la historia en su castellano precario y tuve ganas de llorar, pero no dije nada. Me enseñaron que hay que aprender a convivir con la
alucinación; nunca desmentirla ni alentarla, sino tratar de que el alucinado se relaje y pueda vivir con ello.
Por suerte, él no parece consciente de nada: opina que todo es una gran confusión culpa de nuestra cultura racista, y que en Nigeria hubiesen festejado su diálogo con la divinidad. Aquí, en cambio, la cosa es difícil. Si las familias suelen abandonar a los psicóticos, ¿quién se va a hacer cargo de uno que no tiene a nadie en el mundo?. Yo a veces me siento un poco responsable por él, como un hermano mayor con cierto espíritu maternal. En la última visita le llevé sábanas, jabón y un reproductor de mp3. Lo mío con Djamel fue todo un fracaso. Nunca logré contar la historia que me habían pedido, sino esa que narro ahora.
Por: Sebastian Hacher
Periodista
sebastian.hacher@gmail.com
Antes de subir al barco, en su país Djamel estuvo en un campo de prisioneros. La historia es bastante clásica en la zona: la guerrilla del Niger Delta People’s Volunteer Force secuestró a toda familia para que su padre, un abogado ligado al gobierno, se pasara a sus filas. El hombre no quería saber nada y uno de los guerrilleros le vació un cargador en la cabeza delante de Djamel y su madre. Él nunca me narró la escena completa, pero alcanza con saber algunos detalles para darse una idea.
Los milicianos del Volunteer Force parecen personajes de una película de acción clase B. Las fotos los muestran como a tipos musculosos con remeras sin mangas, ristras de balas en bandolera y ametralladoras portátiles. Algunos usan pasamontañas de los que sobresalen sus labios gruesos y los ojos inyectados en sangre. Se financian con el secuestro de barcos de petroleros: lo hacen tan bien, que las empresas como Shell los consideran en sus balances. Pero quizás eso sea apenas un detalle para esta historia: sea lo que esa, un padre es siempre un padre, aquí y en cualquier parte. Da igual que lo mate a dentelladas la peor pandilla del mundo o que le practiquen una eutanasia en una clínica privada de suiza. Siempre va a doler. Después del asesinato, Djamel y su madre decidieron escapar. Al anochecer se internaron en el bosque junto a otros prisioneros. Corrieron con todas sus fuerzas hasta que los guerrilleros les cortaron el paso a tiros. Allí, algunos aprendieron que en medio de la desesperación ya no importa ni el aire ni el cansancio. De esta parte conozco algunos detalles: zumbaban las balas, se escuchaban gritos y estaba oscuro, tan oscuro que el fondo blanco de los ojos brillaban como fantasmas del miedo. En algún momento, Djamel perdió el rastro de su madre. Jamás la volvió a ver. La esperó. Fue un tiempo largo. Nunca me lo dijo, pero estoy seguro de que en algún lugar de su alma pensó si había actuado bien, si no tendría que haber retrocedido para rescatarla, si no tendría que haberse quedado pegado a ella para cuidarla en medio de los tiros. Desde que aquel guerrillero le había disparado en la cabeza a su padre, él era el hombre de la familia, o de lo que alguna vez había sido una familia. Sé que dentro suyo trabajó una culpa machista, una de esas culpas horribles que ni siquiera se pueden nombrar.
Djamel intentó volver a su casa, pero los guerrilleros la tenían en su poder. Se escondió en lo de un amigo de la infancia y allí también se sintió vigilado. Era un niño asustado y estaba solo. Decidió que era mejor partir, cruzar el océano, empezar de nuevo lo más lejos posible. En el barco, camino a un país del que no sabía nada, descubrió el hambre por primera vez. A mi me lo presentaron un año después. Tenía que seguirlo y retratar su vida cotidiana para una campaña de concientización a favor de los refugiados. Al principio me pareció lo que es: un pibe de 18 años que las pasó todas y que no por eso dejó de ser un adolescente en busca de su lugar en el mundo. Él quería ser diferente. Los africanos en Buenos Aires se organizan y se ayudan unos a otros para sobrevivir: como a la mayoría no le queda otra opción que trabajar de vendedores ambulantes, se cuidan entre ellos y en los hoteles se turnan para cocinar. Si dos africanos se cruzan en la calle de siempre se saludan, a veces con un imperceptible movimiento de la cabeza. Djamel participaba de esos intercambios y compartía la comida, pero se negaba a trabajar en la calle. “Yo quiero algo mejor para mí, papá”, me decía siempre. “Voy a cantar. Tengo estilo, todos me van a conocer”. El tipo se la creía de verdad: caminaba como si la vida fuese un baile, y cuando se reía a carcajadas dejaba ver su dentadura de marfil sin fisuras.
Todo el tiempo hablaba de lo famoso que iba a ser cuando la gente conociera su talento. “Acá, papá-solía decir-hay poca oportunidad para los negros, pero yo voy a triunfar. Voy a grabar mi disco y voy ganar mucho dinero”. Mientras tanto, disfrutaba y sufría con su cuerpo. Hacía 50 flexiones de brazos todas las mañanas y cuando podía mostraba sus abdominales, que eran como las tablas de lavar ropa que usaba mi abuela. Con las mujeres le iba bien, pero también hombres lo miraban con deseo, curiosidad o desprecios. Nunca logré descifrar del todo las miradas masculinas sobre él, pero a Djamel lo ponía furioso. Era capaz de ponerse a gritar “puto, puto, puto” en medio de la calle si se le acercaba alguien amanerado o si lo miraban de más. En mi país, decía con furia, todo esto no existe. Ser puto está prohíbido. Son el demonio, los hijos de satanás. Alla los matan, papá. Verlo enojado me daba un poco de miedo.
Siempre repetía que se iba a mudar a Santa Cruz. Djamel calculaba que allí no había negros, y que entonces podía convertirse en una celebridad. No sé de donde lo había sacado. A veces decía que de pequeño, en su país, veía imágenes del Glaciar Perito Moreno y que había venido a Buenos Aires pensando que iba a estar cerca de allí. A mí me parecía poco probable, pero me dejé ganar cuando me dijo que el hielo limpiaba el corazón de los negros. Cada uno tiene sus mambos privados. Ese día, Djamel me convenció de que el suyo estaba bien. Y decidí hacer algo al respecto.
Si vieron Mala Noche me van a entender. Es la primea película que filmó Gus Van Sant, y narra la historia de un yanqui que trabaja de cajero de una estación de servicios en Los Angeles. Un día entra a comprar un mexicano hermoso que debe ser unos diez años menor que él. El cajero se enamora de su cliente, pero no pueden cruzar palabra. El mexicano se ríe de la situación: conocí a un pinche puto, le dice a sus amigos, y entre todos van a usarle el auto, le vacían la heladera y cada tanto le dan un poco de carne latina. La película termina con el gringo que pasa por una calle y mira a los mexicanos que siguen su vida como si nada. Mala noche no es tanto una película de amor sino sobre la imposibilidad de que un anglosajón de 30 años salte por encima de su cultura y se comunique con un latino de 18. Es una película sobre la tristeza de un tipo al que se le acabó la juventud y que no tiene posibilidades de cambiarlo.
Cuando empezó lo del Perito Moreno protagonicé mi propia Mala Noche: me convertí en el gringo resignado a no poder comunicarse con el niño bonito. Djamel parecía saberlo, y se comportaba conmigo como una especie de taxi boy. Intentaba seducirme, me mentía un poco y trataba de sacar ventaja. Lo más triste para los que observaban la situación era que yo era consciente de todo y lo dejaba actuar con impunidad. Algunos amigos pensaban que me había enamorado de él. Otros, los que me conocen más, sabían que no era así: para contar su vida necesitaba
acercarme. Y lo estaba haciendo de verdad.
Lo del glaciar se tornó raro. Todas las historias que me contaba sobre el tema terminaban en la mitad. Todas tenían algún punto oscuro, baches en el argumento que sólo podía llenar con mis suposiciones. Un día me dijo que su padre le había mostrado fotos de Calafate. Otro, que había visto el hielo por televisión cuando era niño. A veces mezclaba las dos historias: que lo había visto por televisión con su padre, o que era el viejo el que soñaba con mudarse para allá. Como Djamel no habla bien castellano, yo me autoengañaba diciendo que todo era un problema de traducción. También construí teorías para hacerme el que lo entendía. Al final, me quedé con eso de que “el hielo limpia el corazón de los negros”, y asumí que todo lo demás era accesorio.
Conseguí los pasajes y nos fuimos para allá. Me sentía una especie de Julian Weich cumpliendo el sueño del participante número 1, pero también tenía muchos argumentos a mi favor. No soy Mc Fly, y puedo intervenir en el curso de los acontecimientos.
Llegamos a Calafate. La historia del refugiado soñador había movilizado a mis amigos, y teníamos entrevistas para que Djamel consiguiese un trabajo y se mudara allá. Todos suponían que lo mejor era buscar por el lado de la industria hotelera: aprovechar su simpatía para conseguir un puesto en alguno de los tantos hoteles que atienden turistas extranjeros. La estrategia era dar a conocer su historia en la radio y mover algunos contactos en el pueblo.
Fuimos a Radio Nacional. Contaron su historia y lo presentaron para que diga lo suyo. Pero Djamel no pidió trabajo. Se puso en el papel de rapero e hizo un discurso sobre el hip hop y su estilo elegante. Prometió que iba a quedarse allí para enseñarle a todos lo que era el verdadero hip hop gansssta, dijo que la west cost había llegado hasta el sur para quedarse y que él, con todo su flow, iba a dar vuelta Santa Cruz. Durante un segundo pensé en asesinarlo allí mismo, pero después entendí. Djamel es todavía un niño, y en algún punto era sano que tire por la borda mis planes neuróticos y ponga sus sueños sobre la mesa.
Desde ese momento supe que la primer parte del plan -ayudarlo a quedarse- era un fracaso. Todavía me quedaba el punto 2: usar el hielo para limpiarle el corazón. Nos colamos en una excursión con europeos que habían pagado cientos de euros para caminar sobre el glaciar. Subimos un barco que cruza lago argentino y antes de zarpar ya sentí las miradas clavadas en nosotros. Para el resto de los turistas eramos una pareja rara: un africano de 18 años con un tipo de 30 y pico que no paraba de sacarle fotos. Escuché algunos comentarios en voz baja: algunos chistes bobos y otros de envidia, muchos tan racistas como los que Djamel escucha todos los días. La mayoría de nuestros compañeros de excursión pensaban que yo era un loco millonario que había traído a un pibe africano para intentar seducirlo. Por suerte, Djamel no se daba cuenta nada.
En el glaciar nos pusieron unas raquetas y nos llevaron a caminar por el hielo. Fue una experiencia linda, pero no me emocionó: había un montón de gringos y gallegos jubilados diciendo tonterías. La escena de tomar whisky con hielos continentales me pareció el sumum del hedonismo para oficinistas. Pero Djamel estaba contento: tomó agua del glaciar, juntó algunas piedras y se sacó fotos con los guías de turismo. Desde el punto de vista de mi tarea -retratar su vida- fue todo un fracaso, y la verdad que después de su actuación en la radio había desistido de ayudarlo a conseguir un trabajo. Me quedaba el consuelo de haberle limpiado el corazón. La verdad es que yo no lo veía cambiado, pero él decía que le había hecho bien. Los dos volvimos a Buenos Aires muertos de sueño y con la sensación de haber terminado una etapa. Yo había hecho mi parte del trabajo y me parecía que merecíamos darle un cierre. Le propuse encontrarnos una vez más y hacer una ceremonia final: una entrevista formal, con grabador y todo, para que me contara algunos detalles de su vida que todavía no tenía claros.
El día que nos volvimos a ver para la entrevista, él sonreía con esa risa elegante que tienen los negros, y que parece brotar de todo el cuerpo. Le pregunté que le pasaba y me dijo que no lo iba a poder creer, que cuando me contara yo también iba a llorar y reír al mismo tiempo. Fuimos a su habitación. Él se acostó en la cama y yo me senté en una silla. Habló durante una hora, sin despegar los ojos del techo. En algún momento lloró con lágrimas que patinaban sobre su cara inmóvil y se perdían en las sábanas. Imaginé que eran esas lágrimas de vaselina que lloran los santos de las iglesias. Ayudó que el tipo las ignoraba: durante todo su relato no sacó los ojos del techo. Allí, entendí, proyectaban la película de su alucinación.
No voy a contar todos los detalles de lo que me dijo esa noche. En su relato había prostitutas dominicanas de Once, mozos de un bar de Congreso, una pareja enojada en el Abasto, un policía que le tuvo lástima en San Cristobal y una mujer que gritó cuando él la quiso abrazar al final de ese recorrido, casi en San Telmo. Durante todo el trayecto, Djamel escuchó una voz, algo que le decía que al más mínimo detalle iba a morir: si se le paraba el pito en Once, si apoyaba el vaso en la mesa del bar, si soltaba a ese policía al que se le prendió como garrapata, o si no abrazaba a esa mujer que se le cruzó en la calle. Hacer o dejar de hacer esas cosas, le decía la voz, era motivo para que su vida terminara de inmediato. Cada tanto Djamel intentaba echarla a gritos, pero la voz no se iba. Cuando llegó al bar del frente de su hotel, ya se había meado encima, así que subió a su casa a cambiarse y volvió para ver si se tranquilizaba un poco.
En el bar, desde adentro de una pared apareció un tipo que lo llamó por su nombre. Le dijo que quería hablar con él y salieron a la calle. El tipo tenía barba y pelo largo. Soy un angel, le dijo a Djamel. Vengo a decirte que tu madre está con Dios. Djamel empezó a llorar –en ese momento y en su relato- y se quedó sin palabras. Después se puso a bailar de alegría. Los patovicas del bar -dos merqueros insoportables- no lo querían dejar entrar de vuelta porque pensaban que estaba loco, pero a él no le importo nada. Me preguntó si le creía. Supongo que los 18 años uno necesita encontrar ciertas respuestas, y que él había logrado resolver lo de su madre de esa manera. Así que le creí. Te creo, le dije: como no te voy a creer. Ahora tenés que preocuparte por ser feliz. Él me dijo que sí. Quedamos en encontrarnos tres días después. Todavía faltaba que me contara los detalles de la historia que yo quería escribir.
Los dos sabíamos que nuestro próximo encuentro podía ser el último. Lo invité a cenar. Fuimos a un bar y pedí la carta. Mientras esperábamos bajó la mirada y habló con vos ronca, como cada vez que sentía vergüenza. “No puedo contarte mi historia, papá”, dijo, “después de lo que pasó el otro día fui a la iglesia y me bautizaron. Ahora soy una persona nueva. No voy a hablar de mi pasado”.
Me bajó la presión. De verdad. Supuse que buscaba una forma de retenerme, de que siga orbitando a su alrededor. Pero yo soy un neurótico decidido, y me siento capaz de cortar el cable si hace falta. Este no me iba a ganar. “Entonces”, le dije, “lo nuestro terminó”. Djamel bajó la vista. Suspendí la cena y le dije que me tenía que ir, que tenía otras cosas que hacer. Nos despedimos en una esquina. Antes de irme le repetí que si llegaba a necesitar algo me podía llamar, pero que de mi parte el trabajo había terminado. Al rato me mandó un mensaje al celular. Todo bien, te pido disculpas, papá. Todo bien, le respondí yo. Si necesitas algo llamame. Sentía que nuestro vínculo se había cortado de forma violenta. Estaba mareado.
Un tiempo después publiqué una nota en una revista del interior. Hablaba sobre la situación de los refugiados en Argentina y hacía incapié en él. A los pocos días me escribió una mujer que quería invitar a Djamel a pasar la navidad con su familia. Me intenté comunicar con él para ver que le parecía, pero su teléfono estaba apagado. En Enero comenzaron mis de vacaciones y olvidé el asunto.
Pero hace dos semanas recibí el llamado con la noticia. Djamel estaba preso e internado en el Borda, las dos cosas a la vez. Su abogado me proponía que lo fuera a visitar. Al parecer había tenido un incidente con una mujer en la calle. Cuando lo llevaron preso se desnudó y empezó a rezar a los gritos. Unos días antes lo habían expulsado de su hotel por acusar a la dueña de ser un vampiro. La mujer, me contó el propio Djamel después, no lo dejaba cantar junto al coro de ángeles con los que compartía la habitación. Por eso él, para proteger sus cosas de la influencia maligna, había meado las paredes y los pasillos del lugar.
Djamel había sufrido el brote más importante el día de su cumpleaños número 19. Ese día dejaba de recibir la poquísima ayuda que otorgan los organismos que protegen a los menores refugiados y, a ojos de la ley, se convertía en un adulto. Hasta ese momento alguien garantizaba su hotel y 100 pesos para comida mensual. De las mismas manos había llegado, como respuesta a su inquietud de estudiar ingeniería, una beca para hacer un curso de mecánica automotriz. Ahora ya no le quedaba ni eso. Sus conocidos especularon bastante: algunos dijeron que era una forma violenta de llamar la atención. Otros, una consecuencia de no haber resuelto bien la historia de su madre. A mí me explicaron que la psicosis es una bomba de tiempo que uno lleva adentro, como un alien, y que puede explotar por cualquier excusa.
Sus primeros días en el hospital fueron complicados. Le tocó compartir el pabellón con un boxeador merquero que le había pegado a cada uno de sus compañeros y que pensaba que Djamel era pariente de Mick Tyson. Todos querían ver una pelea entre ambos. El boxeador porque se sentía amenazado, los demás pacientes porque pensaban que Djamel iba a hacer justicia en nombre de ellos, y los guardias para tener un poco de diversión. No se si fue casualidad u otro de sus actos de narcisismo, pero Djamel soportó el acoso durante dos o tres días, y eligió el momento exacto de mi visita para agarrarse a piñas.
Estábamos en el comedor y el tipo apareció en slip, con cara de sacado. Era un típico pulenta argentino, matón y merquero, con un poco de buzarda y pelos arriba de la cintura. Bailoteó como barra brava alrededor de las mesas y empujó un par de sillas. “Con vos está todo picante -decía- vas a cobrar, neeegro”. Todo el pabellón miraba. Djamel tardó en pararse. Cuando lo hizo le clavó los ojos, se puso en guardia, se acercó de frente y le pego diez trompradas en la cabeza, una atrás de la otra. El boxeador no aguantó ni diez segundos. Intentó volver a plantarse, pero los guardias se lo llevaron con la cara arruinada. Djamel se puso la remera y se volvió a sentar conmigo. Todos los loquitos del pabellón, desde el primero al último, vinieron a abrazarlo y a darle las gracias. Yo me quería ir, pero tuve que quedarme para hacer el papel de amigo contenedor, así que me lo llevé a dar una vuelta por el hospital.
En los hospitales psiquiátricos hay un ambiente semi tumbero, quizás porque igual que las cárceles y el resto de los hospitales públicos, son depósitos de pobres. La diferencia son las pastillas que se toman, y el tipo de dolor que se siente. En el Borda hay un fenómeno que se llama hospitalización: te empezás a acostumbrar a estar ahí y no podés salir más. Está lleno de tipos que tienen 20 o 30 años de internación, y que no podrían sobrevivir ni un segundo afuera del hospital. Yo tenía miedo de que ese virus atrape a Dajmel.
Una semana después, cuando volví a visitarlo, me acompañó hasta la salida y dijo que quería contarme sobre unas piedras que había traído de Santa Cruz y que ahora buscaba en el hospital. A una de ellas la había encontrado incrustada en la pared de un baño, y ahora estaba a la caza de la otra. Me imaginé a los psiquiatras intentando entender toda la historia en su castellano precario y tuve ganas de llorar, pero no dije nada. Me enseñaron que hay que aprender a convivir con la
alucinación; nunca desmentirla ni alentarla, sino tratar de que el alucinado se relaje y pueda vivir con ello.
Por suerte, él no parece consciente de nada: opina que todo es una gran confusión culpa de nuestra cultura racista, y que en Nigeria hubiesen festejado su diálogo con la divinidad. Aquí, en cambio, la cosa es difícil. Si las familias suelen abandonar a los psicóticos, ¿quién se va a hacer cargo de uno que no tiene a nadie en el mundo?. Yo a veces me siento un poco responsable por él, como un hermano mayor con cierto espíritu maternal. En la última visita le llevé sábanas, jabón y un reproductor de mp3. Lo mío con Djamel fue todo un fracaso. Nunca logré contar la historia que me habían pedido, sino esa que narro ahora.
Por: Sebastian Hacher
Periodista
sebastian.hacher@gmail.com
Hola Celestin. Nuevas felicitiones por los aportes de tu blog. Ojalá puedas escribir más cosas vos también. Sobre este relato en particular, me parece importante recordar(como lo hacía Fanon), que los daños psíquicos que resultan de la dominación racial, tienen que ser leídos en un contexto social y político amplio. Me he encontrado con comenterios variados sobre esta nota (algunos un poco apresurados), la cual me prece que ilumina una dimensión sabida pero poco tatada en el campo afro, sobre la cual es necesario reflexionar mucho más para contibuir a una mejor comprensión y eventuales acciones. Un fuerte abrazo, NFB
ResponderEliminarGracias Fernando por tu comentario. Estimo que es necesario que aparezca mucha gente que pueda compartir su experiencia respecto al desafío que tienen los afros para combatir efectiva y eficientemte la prácticas racistas en Argentina. La experiencia de cada uno por más mínima que parezca, nos ayudará a unir fuerzas.
ResponderEliminarGracias Nicolas por la precisión. Espero que vos también puedas escribir y hacer una buena reflexión al respecto. Esto ayudaría a que se entendiera major la complejidad de la problemática de las prácticas racistas en Argentina y de allí ir perfilando estrtegías de lucha para erradicar el racismo y la discriminación racial en Argentina.
ResponderEliminar