Dante Ibrahim Matta
Mi opinión sobre esta cuestión surge de reflexiones inspiradas por la
 lectura de la crónica de Cases Rebelles titulada “¿Quién es negro/a?”2 .
 No pretende constituir una respuesta teórica universal –hasta dudo de 
que  exista–, sino ser solamente la expresión de una experiencia desde 
el interior de los límites y de las paradojas de las identidades 
raciales.
Es imposible aprehender semejante tema sin especificar la naturaleza 
de la experiencia desde la que lo pienso: soy afrodescendiente de origen
 uruguayo, nacido y criado en Francia. Sin embargo, la particularidad de
 mi experiencia respecto de esta cuestión reside en el hecho de que, 
aunque soy afrodescendiente, se me reconoce en general como blanco, 
tanto dentro de la sociedad francesa como de la uruguaya, pues la 
ficticia, pero efectiva, “línea racial” fue franqueada por una 
aplastante mayoría de mis contemporáneos.
La pregunta que quisiera plantear ahora es la siguiente: ¿en qué 
consiste lo que queda de la identidad africana o afrodescendiente cuando
 la línea racial fue franqueada por la mayoría de aquellos que perciben 
la existencia del afrodescendiente? En otras palabras, ¿en qué medida 
existe el afro más allá del blanco y de su evidente supremacía? ¿Es 
posible que la supremacía blanca se reduzca únicamente a prejuicios y 
discriminaciones y a la asignación a una casta específica dentro de la 
sociedad?
Identidad: yo y los otros
Es necesario, en primer lugar, considerar la parte ligada a la 
experiencia propia de esta identidad. Es decir, su relación con los 
otros y con el “sí mismo” condicionada por la percepción que tiene uno 
de esta identidad misma, la cual, a su vez, está condicionada por una 
relación particular con la historia y la cultura.
A mí, probablemente no me van a discriminar nunca en cuanto a la 
obtención de un empleo o de un ascenso, ni para conseguir alojamiento, 
ni tampoco en un tribunal. Corro mucho menos riesgo de ser asesinado por
 la policía que cualquiera de mis hermanos afros, así como me ahorro el 
padecimiento de todo tipo de prejuicios en mi vida y en mis relaciones 
con los demás: gozo de total libertad de ser y de hacer lo que quiero 
sin que aquello se considere vinculado con el hecho de ser 
afrodescendiente si decido silenciar esta identidad. Si elijo conservar 
el secreto de mis orígenes, mi opinión acerca de las cuestiones sobre la
 esclavitud, la historia africana, el colonialismo o el racismo, siempre
 será recibida como más neutra y equilibrada que si tuviera la piel 
oscura (como si el hecho de beneficiarse de un sistema volviese al 
beneficiario mejor capacitado para juzgarlo objetivamente).
No pienso seguir elaborando un listado de las ventajas que me otorga 
el color de mi piel. Para ello, remito al lector al excelente artículo 
de la norteamericana blanca Peggy McIntosh sobre el privilegio de ser 
blanco3 .
Mi caso, sin embargo, es un poco más complejo de lo que podría parecer, por haber vivido experiencias de “salida de raza ”4
 en las que mi interlocutor había “detectado” mi “no blancura”. 
Considerando que rara vez se abordará espontáneamente este tipo de tema 
durante una conversación, me es imposible saber si el otro ve más allá 
de mi máscara y me ve, entonces, como me veo yo. Este planteo se vuelve 
más difícil de resolver si admitimos que aquel que me considera blanco 
me ve tan incuestionablemente blanco como mestizo aquel otro que me 
intuye mestizo. Ello debería llevarnos a interrogar las líneas raciales y
 su subjetividad.
Se generan entonces una especificidad y una complejidad adicionales 
en el hecho de quedar atrapado objetivamente, por el entrecruzamiento de
 variadas experiencias vividas, en un envoltorio racial borroso. Se me 
atribuyó una serie de orígenes tan insólita como original, pasando del 
alemán, ruso o checheno al beréber, cabila, italiano, israelí o turco, o
 por orígenes más complejos como el mestizo (entendiéndose 
negro-blanco), el martiniqués, el eurasiático, llegando a veces a una 
total incertidumbre en cuanto a mi parte “no blanca” percibida cada 
tanto por algún interlocutor. Mi experiencia me permite elaborar series 
de suposiciones según la edad o el origen de la persona; en general, es 
la gente mayor la más hábil en detectar mi parte “no blanca”, así como 
también la gente del “mundo anglosajón”, donde la raza es objeto de una 
atención secular.
Por tanto, es sencillamente imposible saber en qué proporción exacta 
detento algún  privilegio del ser blanco, pero parto del principio de 
que me beneficio de él porque, la mayoría de las veces, la máscara 
funciona.
Tengo la prerrogativa de poder definirme a mí mismo como se me canta 
pues, aunque mi interlocutor percibiese en mí mi parte “no blanca”, 
podría tranquilamente refutarla y esto quedaría aceptado sin problema. 
Así, a veces ocurre que alguien se percata de mi mestizaje a partir del 
momento en que aludo a mis orígenes, no antes.
Por lo que el lector podría preguntarse, y sin duda lo hace, ¿por qué
 me defino en tanto mestizo y afrodescendiente y no en tanto blanco? 
¿Qué es lo que me distingue de un blanco? Desde ya, aquello consiste 
principal e inevitablemente en lo que realmente soy: poco importa que 
las líneas arbitrarias de las razas me piensen como aquello o lo otro, 
no puedo cambiar el hecho de que el padre de mi madre es negro, que toda
 su vida tuvo una experiencia de negro, que su propio padre era negro 
como él y que la madre de este último probablemente nació esclava en 
Brasil. Si yo fuese el hijo de una japonesa y un español, podría llegar a
 ser percibido en América del Sur como indio5 , pero 
¿alcanzaría esto para que lo sea? En Francia, algunos árabes con la piel
 clara y los ojos verdes pasan a menudo por ser blancos, pero ¿alcanza 
esto para que lo sean?
Esta es una regla lógica y simple que afirma la existencia de una 
diferencia entre el ser y el parecer y que, además, perdió vigencia 
tanto en lo que concierne a la raza como, por otra parte, al género: es 
lo que hace confundir el orden social con el orden natural.
Responsabilidad, historias y antepasados
La unión entre la experiencia afro y yo tiene lugar en el aspecto a 
la vez íntimo y profundo de esta cuestión: yo no elegí esta 
identificación o esta relación con la historia, se me impuso. No puedo 
decidir pensar en eso un día y olvidarlo al día siguiente; está 
inscripto en mi cuerpo, en lo más profundo de mi memoria, en mi nombre: 
no creo que haya pasado un solo día desde hace muchos años sin que 
piense en esta cuestión, o en la esclavitud. El valor que intento 
infundir en este texto es esta relación “íntima”, constitutiva, de la 
experiencia afro: no uso ninguna palabra al azar.
Cuando digo que fueron mis tías y mis madres las que fueron violadas 
en esta época en las plantaciones, es algo que para mí cobra plena 
realidad. En cualquier situación en la que se evoca mi apellido, me es 
IMPOSIBLE no pensar que se me está nombrando con un nombre que no es el 
mío; es un estigma estampado sobre mí y sobre mi familia, y la 
continuidad de este crimen reside en el hecho de que yo no llevo el 
nombre de mi familia, sino el de su verdugo. Este nombre me 
despersonaliza aún más por negarme mi identidad africana. El saber que 
mis antepasados fueron arrancados de sus tierras africanas para viajar 
apilados como ganado en las calas de siniestros navíos, luego fueron 
vendidos como “muebles”, sin otro horizonte que el de la servidumbre, 
contribuye en gran parte a la construcción de mi identidad. Mis 
ancestros fueron excluidos de la humanidad (sin jamás haberla integrado 
realmente), se les impusieron nombres, religiones e idiomas en un 
proceso de despersonalización necesario para la “producción” de 
esclavos. Vivieron a continuación durante varias generaciones en lo que 
se llama ahora el “universo concentracionario de América”. El 
blanqueamiento de mis ancestros resulta ante todo de la violación 
sistemática de las mujeres, de mis madres y mis tías, lo que explica por
 qué el afronorteamericano posee un promedio de 25% de “sangre europea”.
 Al respecto, Cases Rebelles subraya con acierto que esta sangre 
proviene en la cuasi totalidad de los casos del lado paterno6
 : “Porque allí como en otras partes, en América las violaciones 
aclararon las pieles. Reprochar a los descendientes de esclavos su tez, 
sus lugares, sus idiomas, su cultura, es reprochar a los esclavos el 
haber devenido esclavos. Lo cual es miserable y remata con magnificencia
 la obra de los negreros. En la esclavitud, no solamente lo perdimos 
todo porque éramos negros, sino también porque, además, nos volvimos 
blancos”.
Tampoco me es posible olvidar que la lucha incesante por una mera 
supervivencia dentro de un infierno innombrable ha sido la regla de sus 
vidas a lo largo de más de cuatro siglos. El hecho de saber que la 
existencia entera de mis padres y de mis madres se redujo a ser 
únicamente una herramienta económica al servicio de la construcción de 
la “modernidad occidental” y en detrimento de sus propias 
civilizaciones, llegando hasta la negación de ellas, no está suavizado 
por tener una piel clara. Saber todo aquello es una experiencia en sí 
misma de la que nunca he podido desprenderme, y ni el color de mi piel 
ni la textura de mi cabello cambia en nada la historia de mis ancestros y
 la conciencia que tengo de ella. Saber que llevo el apellido del que 
compró y explotó a mi familia durante varias generaciones no se vive más
 fácilmente con ojos verdes que con ojos negros.
Gracias a esta lucha heroica de cada instante quedan testigos para 
acompañarme, quedan “afrodescendientes”; no desaparecimos como otros 
tantos pueblos que, al igual que nosotros, padecieron un genocidio. 
Mientras haya personas que sean reconocidas y que se reconozcan como 
afrodescendientes, la memoria de nuestro pueblo y de nuestra historia 
quedará viva e ineludible. Peso mis palabras, sobre todo considerando un
 contexto regional donde, por ejemplo, la población afroargentina 
desapareció en su casi totalidad en menos de un siglo: estadísticas de 
principios del siglo XX demuestran que había un 30% de afrodescendientes
 en Buenos Aires. Hoy, siguen presentes, pero en una proporción mucho 
menor y, sobre todo, quedan persistentemente invisibilizados dentro de 
una sociedad cuya mayoría blanca no tiene –o prefiere no tener– 
conciencia de la existencia de una “tercera raza” en su suelo7 .
El hecho de no querer reconocerme afrodescendiente, y entonces 
pretender ser blanco, sería a mis ojos una traición de aquello que 
tuvieron que vivir mis ancestros. Representaría también una mentira que 
transmitiría a mis hijos, pues mi apellido es de origen portugués, 
cuando la persona que lo recibió de parte de su amo no era portuguesa, 
sino indudablemente africana.
Me considero depositario de esta historia.
No creamos que la supremacía blanca terminó con la abolición de la 
esclavitud ni tampoco hoy de manera oficiosa. En Uruguay, por ejemplo, 
siguió presente oficialmente hasta épocas muy recientes, por medio de 
leyes raciales que encerraban a los negros considerados “agitados” en 
prisiones especiales llamadas “asilos para mandingas”. Sin hablar del 
reclutamiento forzado de los negros en guerras para defender a una 
nación que los había reducido a la esclavitud, cuando los blancos eran, 
por supuesto, libres de comprometerse o no.
En el transcurso del siglo XIX, decenas de millares de africanos y de
 afrodescendientes perdieron su vida en los campos de batalla contra 
Brasil, Portugal, Inglaterra, España, Paraguay y Argentina, utilizados 
como carne de cañón por unos y otros. Este hecho sería un elemento 
decisivo en el genocidio de los afroargentinos cometido por San Martín 
durante ese periodo; sin olvidar el enorme número de africanos y de 
afrodescendientes muertos en la guerra civil uruguaya entre los dos 
partidos políticos que, por otra parte, abolieron la esclavitud con el 
único propósito de reclutar negros para esta batalla.
Podríamos evocar el desprecio aún palpable hacia todo lo que se 
refiere al negro, al africano, a su historia y su cultura sencillamente 
descartadas como inexistentes o como insignificantes. Todos los 
elementos asociados a la cultura afro, o bien son recuperados y 
desviados de su sentido original por la cultura blanca8
 , o bien son percibidos de modo negativo por la sociedad. No se enseña 
absolutamente nada en la escuela de la historia de la esclavitud, de 
África, y si es que se aprende algo, se lo hace tomando distancia de 
esta historia, nunca mediante una identificación. Además, el mito que 
haría de Uruguay una nación blanca pura sigue actuando sobra las mentes 
por más que el activismo de las asociaciones afrouruguayas y amerindias 
haya logrado algunos cambios. Este mito es tan arraigado que la mayoría 
de los uruguayos blancos declaran con orgullo que todo el mundo, en su 
país, es de ascendencia italiana o española, con lo que se distinguen 
así del resto de América del Sur, ignorando, o pretendiendo ignorar, que
 los afros están presentes en estas tierras porque los trajo la 
deportación de sus ancestros africanos para esclavizarlos. Se repite 
también ad nauseum que todos los amerindios murieron, como para 
deshacerse del “problema”, negando así la realidad de la presencia de 
sus descendientes en Uruguay.
Lo que sí se ignora, en todo caso, es que el país se construyó 
gracias al trabajo forzado de los esclavos africanos y de sus 
descendientes: sea en la industria de la carne o en la construcción y el
 mantenimiento del puerto de Montevideo, o del de Colonia del 
Sacramento, la mano de obra era africana. Sin embargo, en los cuadros y 
grabados que relatan estos episodios es muy raro vislumbrar figuras 
africanas; los artistas locales que los tomaron en cuenta, a menudo, se 
limitaron a mantener a los negros en un papel histórico segundario. 
Toda esta parte de la identidad negra está ligada a la ascendencia 
compartida por todos aquellos que se reconocen o son reconocidos como 
afrodescendientes, más allá del hecho de vivir o no la discriminación y 
la asignación de un lugar especial dentro de la sociedad. De ningún modo
 esta ascendencia es vivida o percibida de la misma manera por todos los
 afrodescendientes. Hay quienes viven cotidianamente la experiencia de 
ser mirados como negros pero no otorgan ningún interés a la historia de 
sus antepasados o de África.
Rechazo tajantemente que se me deniegue esta identidad bajo el 
pretexto de reglas arbitrarias definidas por el sistema colonial 
mediante el “colorismo”9 : si tuviera exactamente la 
misma fisionomía, con un color de piel un poquito más oscuro –parámetro 
que solamente depende de una ínfima parte del patrimonio genético 
transmitido por mis ancestro, entre tantos otros–, entonces el conjunto 
de la sociedad me reconocería como negro. ¿No parece absurdo? El color 
“negro” de la piel no es sino un accidente de la identidad esencial 
afrodescendiente, no la condiciona en nada. Jamás hubiese habido negros 
de no haber habido blancos. Resulta más absurdo aún, si cabe, que los 
propios afrodescendientes retomen y utilicen estas mismas categorías 
inventadas por los colonos europeos. Nunca faltó gente para calificar a 
Amilcar Cabral o Malcolm X de “falso negro”,  so pretexto de que 
tendrían una parte blanca. Mi propósito no consiste en una voluntad de 
quedar asignado a un lugar poco deseable dentro de la sociedad por obra 
de una dudosa empatía, sino en ser reconocido así como yo me reconozco y
 tal como soy. Defiendo pues  el derecho a la autoidentificación en 
contra de la borradura de una historia y de un pueblo: mi determinación a
 actuar en este sentido se encuentra reforzada por una aguda convicción 
de que la política de las élites blancas uruguayas del siglo XIX 
aplicada al blanqueamiento de mi pueblo y de mi país fue absolutamente 
deliberada.
Y esto se observa particularmente hoy en Uruguay, donde gran parte de
 los afrodescendientes no son considerados como tales (aunque la 
palabra, en definitiva, sirve únicamente para decir negro sin decirlo: 
recuerda un poco la perífrasis “gente de color” de otra época, cuando el
 alcance de esta definición era diferente), sino que van a ser 
calificados como “mulato” si son de piel digamos más clara que el 
“fenotipo” imaginario del “africano”. Se trata de un proceso 
inconsciente de desvanecimiento de los africanos y de sus descendientes 
de la historia y del paisaje nacional porque, efectivamente, los negros 
pueden desaparecer de una sociedad posesclavista (como en la Argentina, 
lo comentaré en otro artículo), pero los afrodescendientes no pueden 
hacerlo. Al menos mientras duren la autoidentificación y el rechazo de 
estas reglas innobles cuyo vocabulario proviene en general del mundo 
animal y vegetal (mulato, mestizo…).
Son numerosos, en la historia de los afrodescendientes, los mestizos 
que detectaron la trampa tendida por la supremacía blanca y eligieron 
reivindicarse en tanto negros. No faltan los ejemplos: Malcolm X, Angela
 Davis, W. E. B. Dubois y muchos otros no eligieron la denominación 
aséptica y exclusiva de “mestizo”, que los colocaría de hecho en un no 
man’s land racial e histórico, sino que asumieron plenamente sus 
herencias históricas con la consciencia muy clara de que no hay motivo 
por avergonzarse de ellas. ¿Quién ha visto a un blanco americano dejar 
de autodefinirse por su ascendencia irlandesa o italiana so pretexto de 
que esta se remonta ya a varios siglos atrás, como ocurre a menudo? Cada
 uno se aferra a su identidad precolonial y resulta de lo más 
comprensible: solamente a los africanos se les pide con condescendencia 
que miren para adelante y dejen de rumiar el pasado.
Esta parte de la identidad negra no está alterada por el mestizaje, 
queda inscrita en mis genes y en mi relación con la historia colonial. 
No está “atenuada” tampoco por mi parte blanca, porque mi percepción con
 respecto a la historia no es el resultado de un minucioso cálculo del 
porcentaje de “sangre” negra, blanca o indígena. Les guste o no a los 
supremacistas blancos que se regocijan perniciosamente de poder 
silenciar a un mestizo, si este se identifica con la historia de sus 
ancestros africanos, mediante el justificativo falaz de que él también 
sería portador de una “culpabilidad compartida” por tener ancestros 
blancos. Este tipo de argumentación solamente devela una culpabilidad 
blanca mal digerida. Se utilizará con más fuerza si la apariencia del 
afrodescendiente aludido se asemeja más a la de un blanco que a la de un
 negro. Como si fuera posible que la “sangre blanca” limpiase la “sangre
 negra” de la historia. Se produce ahí un efecto perverso de la 
ideología del mestizaje en tanto horizonte ideal en los países 
poscoloniales, asunto sobre el que volveré en un próximo artículo.
No se trata de una cuestión de culpabilidad; no creo que la 
culpabilidad o que la responsabilidad tenga por qué ser hereditaria. 
Cada uno es únicamente responsable de sus propios actos y sería absurdo 
guardarle rencor a un blanco por aquello que hicieron sus antepasados e 
igual de injusto sería el hecho de ampliar a todas las personas de “su 
raza” una responsabilidad general. La demanda de reparación por la 
esclavitud, legítima y que comparto, no tiene nada que ver con alguna 
culpabilidad, sino con el hecho de devolver lo que ha sido tomado. La 
“culpabilidad blanca” emana con frecuencia de los blancos mismos, 
quienes sienten malestar cuando se habla de estos temas, como si se 
aludiera directamente a ellos. El trabajo simbólico y psicológico por 
hacer es enorme: la negación de este problema solamente prorroga 
infinitamente la supremacía blanca, y la ausencia de este trabajo 
produce una falsificación sistemática y patológica de la historia 
africana. Frantz Fanon decía que matando a un colono se liberaba a dos 
personas del colonialismo: hay que descolonizar tanto al blanco como al 
negro10 .
Si una fortuna se construyó a base de trabajo forzado, entonces tiene
 que ser restituida. Y este es el caso del desarrollo económico de 
Occidente y de su pasaje a la modernidad industrial: sin la acumulación 
permitida por el saqueo de las riquezas de África y de las Américas y la
 masa gigantesca de obras realizadas gratuitamente por brazos africanos y
 amerindios, Occidente nunca hubiese salido del medioevo económico 
(Eduardo Galeano, entre otros, lo demuestra en su libro Las venas 
abiertas de América latina11 ). Los judíos recibieron 
reparación de parte del Estado alemán, no porque cada alemán sea 
responsable de la Shoah, sino porque el Estado alemán cometió el 
genocidio en tanto tal, además de sacar extraordinarias riquezas de la 
confiscación de sus bienes. Asimismo, los estadounidenses de origen 
japonés obtuvieron reparación por haber estado internados en campos 
durante la Segunda Guerra Mundial. Son dos las dimensiones: el crimen 
cometido y las riquezas obtenidas de este crimen. No existe ningún 
motivo por el que los africanos deberían quedar excluidos de la justicia
 humana.
Cultura y liberación
Después de recorrer el aspecto “vivido” y el aspecto histórico de la 
identidad afro, quisiera ahora detenerme en la noción de cultura, que 
tiene aquí un papel fundamental.
La cultura afroamericana (y no solo afroestadounidense) tuvo una 
importancia enorme en mi concientización hasta integrar mi propia 
identidad, bajo las dos modalidades descritas a continuación.
En primer lugar está el papel esencial de la cultura como correa de 
transmisión: por medio de la música, la literatura y el cine tuve 
conocimiento de la historia de mis ancestros afroamericanos. La 
narración histórica eurocéntrica que nos envuelve inevitablemente en 
Francia no hizo sino subrayar la ausencia de mi propia historia en mi 
conciencia y en la conciencia general: asombra sobre todo por su falta 
de consideración. Esto era muy difícil al principio, sin una buena caja 
de herramientas: ¿cómo averiguar si lo que me iban a enseñar sobre mis 
ancestros no era una mentira y una manipulación? Porque aquel que se 
presenta como autoridad histórica es la continuidad histórica de aquel 
otro, responsable de la destrucción de África. Por lo tanto, fue por 
medio de la herramienta necesaria del afrocentrismo que emprendí la 
deconstrucción de la historia de África que se me había contado hasta 
entonces. Más tarde, gracias a la crítica radical de la epistemología y 
del paradigma de la modernidad occidental, pude empezar a deshacerme de 
la ideología colonial. La lista de los que tienen mi gratitud por el 
desarrollo de este proceso es demasiado larga para ser incluida en este 
artículo; espero poder establecer pronto una bibliografía para remediar 
esta falta.
El drama del descendiente de colonizado que vive en el mundo de la 
supremacía blanca, en mi opinión, reside en esto: padece una 
despersonalización caracterizada por su ausencia en el interior de la 
narración histórica que la nación hace de sí misma. Él no es sino un 
objeto de la historia, no existe fuera de su relación con el blanco. 
Esta dependencia resulta particularmente exacerbada en la mitología 
producida respecto del afroamericano: fue comprado, reducido a la 
esclavitud y luego por fin liberado, pero siempre por el blanco. 
Es la cultura, en tanto aspecto reconstructor y productor de una 
identidad autónoma, de un nuevo centro para el descubrimiento y la 
identificación con la larga y continua historia de las luchas africanas y
 descoloniales, la que devuelve su humanidad al colonizado pues, en 
adelante, es un ser que actúa.
Fue difícil, debido a la presión constante de parte de la ideología 
colonial para singularizar, minimizar y apropiarse de la lucha: ¿acaso 
no es muy común escuchar que los colonizados arrancaron sus cadenas 
gracias a los ideales de las Luces? Jeque Mohamed Al Bachir Al Ibrahimi,
 en Argelia, no evocaba a Voltaire, sino al Corán cuando asoció el 
colonialismo con una empresa satánica y profundamente antiislámica12 .
Los primeros levantamientos organizados de esclavos africanos en 
Brasil tampoco ocurrieron gracias a la francofonía, más bien gracias a 
la lengua del islam, el árabe, lo que los supremacistas blancos se 
cuidaron mucho de recordar: es necesario preservar el mito de los 
villanos árabe-musulmanes que hicieron pasar el África negra por el filo
 de la espada.
Recordar que el islam fue la piedra angular de la lucha anticolonial 
en los países musulmanes les disgusta a los promotores de la barbarie 
colonial y a sus descendientes ideológicos de derecha o de izquierda. 
Ellos, que siempre encontrarán ventaja en su empresa, incluso en su 
propia destrucción, según la concepción fundamental de que Occidente 
era, es y será el Faro del Mundo en una laicización grosera del concepto
 de “Destino manifiesto”. La génesis de un acto solamente puede emanar 
de ellos. Siempre son los únicos actores de la Historia.
No por azar mi profesión de la fe islámica se produjo en la unión 
entre el momento de la deconstrucción y el de la reconstrucción de mi 
identidad: semejante cuestionamiento no podía ser parcial y yo no podía 
ahorrarme una completa revisión de mi relación con el mundo. El 
materialismo ateo ciertamente no es neutro, ni históricamente ni 
culturalmente: es el producto de la modernidad occidental. No nos 
confundamos respecto de mis declaraciones: siempre hubo gente con todo 
tipo de ideas acerca del sentido de su existencia; esto no implica 
ningún grado más o menos importante de alienación a la ideología de la 
modernidad occidental o, en otras palabras, a la ideología colonial.
Es más bien al aspecto hegemónico de esta doctrina al que apunto, 
este mismo que alteró desde hace mucho tiempo las diferentes religiones 
produciendo materialismos religiosos inseparables de un 
“desencantamiento del mundo”, este mismo, a su vez, indisociable de la 
colonización en tanto acto de puesta en periferia del conjunto del mundo
 alrededor de un centro dominador y hegemónico.
Precisamente a raíz de este aspecto hegemónico, mi palabra perdió un 
peso considerable dentro del ámbito militante y universitario, debido a 
mi testimonio de fe: me volví un individuo considerado “premoderno”, por
 no usar otros adjetivos.
Tampoco es por azar que el islam, así como también otras tradiciones 
espirituales, haya cumplido un papel tan importante en el seno de los 
movimientos afroamericanos: el que se hace garante de tu alma es también
 el que la posee; por lo tanto, una deconstrucción no puede ser completa
 sin un total cuestionamiento de la relación con el mundo, en todas sus 
dimensiones.
El trabajo de descolonización muy a menudo ha sido marcado por una 
transformación espiritual, sea en Irán con el Ayatola Jomeini y Ali 
Shariati, en Estados Unidos con Martin Luther King o Malcolm X, en India
 con Gandhi, en Perú con Tupac Amarú, en Argelia con Malek Bennabi, en 
Burkina Faso con Thomas Sankara o en Nicaragua con los sandinistas: 
consiste en una puesta a distancia crítica del “centro colonial”, 
encarnado en la forma de religiosidad dominante, mediante la ayuda de la
 conversión a otra religión, o bien mediante una reapropiación de esta 
fuente religiosa y su reajuste en una nueva interpretación. En 
definitiva, ambas tentativas no son tan diferentes.
Volviendo a la especificidad de la cuestión de los afrodescendientes 
uruguayos, no puedo dejar de evocar el rol identitario fundamental de 
las percusiones agrupadas bajo el nombre de “kandombe” (literalmente: 
“lo que hacen los negros” en idioma yoruba) en la conciencia afro. Ahí 
se encuentra el vínculo jamás interrumpido entre África y América, en 
los desfiles anuales o “llamadas”, que eran tanto demostraciones de 
fuerza como un medio de comunicación entre los esclavos africanos. 
Asimismo, encontramos en los símbolos que adornan diferentes banderolas,
 colores y banderas elementos de referencia propiamente africanos que 
nuestros ancestros buscaban transmitirnos: existen símbolos donde se 
mezclan la luna creciente y la estrella, indiscutible testimonio de la 
presencia del islam en los africanos deportados a América, corroborado 
por el descubrimiento de registros escritos en árabe por los esclavos 
africanos de Brasil.
El islam es pues un elemento integrado a la cultura africana y a la 
vez a la cultura afroamericana: una cuarta parte de los africanos 
deportados al universo concentracionario de América era musulmana.
Por supuesto que al kandombe no lo practican solamente los 
afrodescendientes. Muchos grupos están ahora mayoritariamente compuestos
 por blancos y un blanco puede perfectamente apreciar esta música e 
identificarse con ella. Esto no impide que la relación de un 
afrodescendiente con el kandombe sea necesariamente diferente: es para 
nosotros un elemento de supervivencia, una cuestión de vida o de muerte 
para nuestro pueblo el saber preservarlo y recordar sin cesar su 
significado y su historia.
Esta narración del rol de la cultura en la construcción de mi propia 
identidad no es, por cierto, tan orgánica y lineal como podría parecer: 
intento volver a juntar los fragmentos a posteriori. Tampoco quiere 
decir que el trabajo esté acabado. La profesión de la fe islámica tiene,
 por ejemplo, un lugar significativo: es un accidente en este trabajo de
 deconstrucción y un agente importante en el trabajo de reconstrucción, 
por lo tanto no ha sido otra cosa que el fruto de una búsqueda 
espiritual interior que trasciende estas consideraciones a la vez que 
las contiene. El grado de importancia de su rol solamente se me hizo 
claro, por así decirlo, durante la redacción de este artículo.
Mi reflexión sobre este tema todavía se encuentra en un estadio 
embrionario y cualquier comentario o recomendación sería para mí una 
ayuda valiosa en su desarrollo. Sobre todo si se considera que el 
acoplamiento del testimonio de una experiencia con su análisis 
constituye una empresa peligrosa en cuanto a la escritura de este 
artículo. La separación de la identidad afro en tres entidades es 
ficticia, por supuesto; no es sino un recorte que me permite expresar 
una relación con esta identidad y no una teoría de pretensión universal,
 como lo decía al principio de estas líneas. Cada parte es 
interdependiente e indisociable: la experiencia negra es a la vez una 
puerta y una jaula oscura, su relación con la historia una llave y una 
cadena, y su cultura una luz preciosa.
Febrero de 2013
Traducción del francés: Véronique Celton – Revisión: María Wallas
 1. Esta nota ha sido publicada originalmente en francés en el sitio 
web de Les Indigènes de la République, 
http://www.indigenes-republique.fr/article.php3?id_article=1802  La 
traducimos y la publicamos con la muy amable autorización del autor (N. 
de la T.).
 2. http://www.cases-rebelles.org/qui-est-noir-e/. Se puede leer el 
artículo en castellano en mi blog www.descoloniza-te.blogspot.com. Cases
 Rebelles es un sitio web francés de afrodescendientes y africanos, que 
alberga un programa de radio online.
3.http://www.mrax.be/spip.php ?article270
 4.El autor se refiere a situaciones en las que presencia y percibe 
directamente la transformación de su propia identidad en la mente de un 
interlocutor, en el momento en que este se percata de su mestizaje.  Con
 frecuencia cambia la actitud de la persona hacia él. Entró como blanco 
en una habitación, pero sale mestizo de ella (N. de la T.).
5.Quiero aclarar que este es el caso real de una mujer que conocí en el 
Norte argentino, hija de una japonesa y de un argentino blanco y a la 
que todos percibían como “indígena”, lo cual por supuesto no 
corresponde. Mi propósito es insistir en el derecho de cada uno a 
autodefinirse.
6.http://www.theroot.com/views/exactly-how-black-black-america ?page=0,0&fb_ref=fb_share_toolbar_horizontal)
7.Ver al respecto: “An African Tree Produces White Flowers: Black 
Consciousness in the Afro-Argentine Community During the Nineteenth and 
Twentieth Centuries” : 
http://www.as.miami.edu/clas/pdf/erika_edwards.pdf
8.Volveré sobre el caso del kandombe y su reapropiación problemática 
como «elemento nacional» de la cultura uruguaya en otro artículo, así 
como sobre el racismo en Uruguay, su costado más «estructural» y sus 
especificidades nacionales.
9.“colorismo”: teoría tendiente a dividir el afro descendiente en una 
miríada de categorías según el color de la piel y la parte más o menos 
importante de « sangre » negra.
10.Fanon, F., Los condenados de la Tierra, 1ª edición, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007 (N. de la T.).
11.Galeano, E., Las venas abiertas de América latina, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2010 (N. de la T.).
12.http://www.liberation-opprimes.net/la-fatwa-de-cheikh-el-ibrahimi-contre-le-colonialisme/
13 BAFICI un año mas de FADU en BAFICI
                      -
                    
 
Estas son algunas de las personalidades de la FADU en el 13 BAFICI, muchos 
representando a la carrera Diseño de imagen y sonido. Todos tienen ese 
carác...
Hace 14 años

 
 
Gracias por compartir este articulo realmente un placer leerlo.
ResponderEliminarMuchas gracias Sofía por dedicar tiempo para leer este artículo.
EliminarSaludos cordiales