Publicado el 26 diciembre, 2016 por pescadofrescoblog
Argentina tiene dos tradiciones inmigratorias. De una de ellas se enorgullece, de la otra reniega.
La primera es la gran migración ultramarina de fines del siglo XIX y
principios del siglo XX, que modificó radicalmente la estructura de la
sociedad criolla, especialmente en Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba,
Entre Ríos, La Pampa… Amparada por el preámbulo de la Constitución
Nacional y por la Ley Avellaneda, esta inmigración legó —entre muchas
otras cosas— el relato del crisol de razas, que despuntó hacia el
Centenario y se consolidó en innumerables mesas familiares y en los
textos escolares. Sabemos que las decenas de miles de italianos,
españoles, rusos, polacos, turcos y armenios que vinieron a estas
orillas no eran los ingleses, suizos y alemanes deseados por Sarmiento y
Alberdi hacia 1850 (esos seres rubios de genes celestes cuya sola
presencia iba a torcer el camino de la barbarie hacia la civilización),
pero no importó. Eso sólo demostró que lo relevante eran el esfuerzo y
la vocación de sacrificio, y no el origen nacional, el idioma o la
religión.
La segunda tradición migratoria proviene de los países americanos:
Bolivia, Chile, Paraguay, Uruguay, y más recientemente Perú. Esta
migración está presente en nuestro país por lo menos desde 1869, cuando
se realizó el primer Censo Nacional de Población. Para ese entonces, los
extranjeros provenientes de países limítrofes representaban el 2% de la
población (y los ultramarinos el 12%). Durante los siglos XX y XXI las
personas provenientes de países vecinos continuaron arribando, pero jamás alcanzaron las proporciones de la antigua migración ultramarina:
a lo largo de 150 años, siempre oscilaron entre el 2% y el 4% de la
población total. En 2010, el censo enumeró 1.400.000 residentes
latinoamericanos. Valores moderados en comparación con los más de
2.000.000 de migrantes ultramarinos que cien años antes, en 1914,
constituían el 27% de la población total del país.
La migración ultramarina comenzó a desacelerarse a partir de 1920
aproximadamente, y prácticamente se detuvo unas décadas más tarde. Es
por eso que hablamos de una migración histórica: ha dejado de ocurrir.
La migración latinoamericana, con su ritmo mucho más pausado y no exento
de altibajos, ha recorrido los siglos XIX, XX y XXI. Es, a la vez, una migración histórica y contemporánea.
Sin embargo, no ha sido parte de ningún relato de la Nación, no fue
amparada por la legislación hasta 2004 y hay que buscarla con lupa en
los textos escolares. Más aún: cuando se habla de ella es casi siempre
para estigmatizarla y compararla con la migración ultramarina
—desventajosamente, por cierto—. Y en esa comparación, repiquetea
siempre un adjetivo que se ha vuelto sustantivo: “ilegal”.
Durante el último cuarto del siglo XX (debido a diversas
modificaciones de la normativa migratoria que no viene a cuento señalar
aquí) los migrantes provenientes de países vecinos tuvieron enormes
dificultades para regularizar su situación residencial, es decir: para
obtener el DNI. Las exigencias eran tales que muchos argentinos no
hubiéramos podido cumplirlas… Sin dejar de ponderar la Ley Avellaneda
(que había sido derogada en 1981 por Videla) y repitiendo como mantras
el relato del crisol de razas y el preámbulo de la Constitución, durante
la década de 1990 abundaron los discursos terroristas xenófobos y las
razzias mediáticas sobre “los inmigrantes ilegales” peruanos, paraguayos
y bolivianos. Desconociendo los obstáculos que repetidamente les
imponían los reglamentos migratorios aprobados en democracia (en 1987 y
1994), su indocumentación fue argumentada como vocación de ilegalidad,
lo que a su turno deslizaba fácilmente hacia la ilegitimidad de su
presencia en el territorio argentino.
Alguien cuyos abuelos o bisabuelos hayan sido italianos,
españoles, rusos, polacos, japoneses… ¿alguna vez los escuchó hablar de
la Dirección Nacional de Migraciones? ¿De no tener cédula de Policía
Federal, Policía Provincial, o DNI? ¿De tener que renovar la residencia y
pagar la tasa? ¿De no poder abrir una cuenta de banco, alquilar un
local, comprar una vivienda o tener que trabajar por una paga menor por
carecer de documento? Seguramente no. Porque los migrantes
ultramarinos muy rara vez fueron indocumentados (nadie osaría hablar de
ellos como “ilegales”) y los pocos que lo fueron fue a consecuencia de
situaciones singulares y no como efecto sistemático de la aplicación de
la ley migratoria. Esto es parte de lo que no se dice,
de aquello que ha sido mudo e invisible en los relatos familiares: los
abuelos o bisabuelos trabajaron mucho (como burros, según mi abuelo
calabrés) y todo ese esfuerzo cuajó en la libreta de ahorro, en la casa
construida en un loteo, en la zinguería, en el bar, en la tintorería, en
la chacra —en lo que fuera— porque nunca fueron extranjeros
indocumentados. La documentación (y la legalidad que implica) no fue
mérito de ellos, sino que fue el corazón de una política de cuyos
efectos nos enorgullecemos. Su inclusión y su movilidad social surgieron de su esfuerzo (sin duda), pero también de
una ley que los legalizó sin limitaciones (la ley Avellaneda) y de una
escuela pública que educó a sus hijos e hijas, muchos de ellos
extranjeros también.
En 2004 se derogó la ley de la dictadura que había sustituido a la Ley Avellaneda, y
tras 128 años, Argentina (el país del crisol de razas) volvió a tener
una ley migratoria con debate social y trámite parlamentario regular.
Entre muchas otras cuestiones, la ley vigente (Nº 25.871) incorporó el
criterio de nacionalidad como fundamento de la residencia temporaria.
Esto significa que las personas ciudadanas de casi todos los países
sudamericanos pueden solicitar permiso de residencia por dos años basado
en su nacionalidad. Obviamente, deben cumplir otros requisitos, entre
ellos ingreso regular al territorio, carencia de antecedentes penales y
pago de tasa migratoria. Así obtienen un DNI de residente temporario,
válido por dos años, que luego debe renovarse ante la Dirección Nacional
de Migraciones. De este modo regularizaron su situación migratoria
decenas de miles de personas que llevaban cinco, diez, quince e incluso
veinte años viviendo en Argentina de manera estable (y en muchos casos
definitiva) pero sin el bendito papel que les permitiera caminar por la
calle tranquilos. El criterio de nacionalidad de la ley actual no es lo
mismo que la residencia permanente que obtenían de manera automática los
migrantes ultramarinos, pero sin duda es un paso gigantesco en contra
de la indocumentación y de la marginalidad que ella genera, que
perjudican a la sociedad en su conjunto y solo benefician a quienes se
valen de ellas para pagar sueldos más bajos o evadir cargas sociales.
En los últimos meses han vuelto las miradas torcidas sobre los
inmigrantes. Que la frontera es un colador, que llegan y ya tienen un
plan social, que deberían pagar por la educación pública y por la salud,
que son narcos, o adictos, o explotadores, o esclavos, o vagos, o
analfabetos, o pretenden educación universitaria barata, y así según el
gusto (o las fobias) de cada quien. Sin duda, cada una de estas
cuestiones amerita una mirada puntual. Pero en conjunto, lo que se dice
—casi sin pensar, o pensando—apunta principalmente a los migrantes
latinoamericanos, esos “recién llegados” (que sin embargo están aquí
desde hace 150 años…). Esta es la otra tradición migratoria, la que no
se dice, la que fue ilegalizada e indocumentada durante décadas, y que a
pesar de la masiva regularización documentaria de los últimos años
sigue conservando, en los ojos de muchos, un cariz de ilegitimdad que
hoy se ha empezado a fogonear nuevamente. ¿Será que los descendientes de
los migrantes ultramarinos atizaremos una vez más las brasas de la
xenofobia y el racismo? ¿O alguna vez quedará claro no hay inmigrantes
buenos o malos, mejores o peores, civilizados o bárbaros, sino que los inmigrantes son lo que los nativos hacemos de ellos a través de las leyes, las instituciones y las prácticas?
De mis cuatro abuelos, uno vino de Calabria, una vino de Castilla y
dos eran argentinos. Mis hijos tienen tres abuelos argentinos y una
abuela de Carapeguá, Paraguay. Parafraseando la conocida frase de
Octavio Paz, muchos argentinos descendemos de los barcos… y de los
micros. Es hora de “sincerar” la inmigración en Argentina.
María Inés Pacecca
Antropóloga – FFyL – UBA
13 BAFICI un año mas de FADU en BAFICI
-
Estas son algunas de las personalidades de la FADU en el 13 BAFICI, muchos
representando a la carrera Diseño de imagen y sonido. Todos tienen ese
carác...
Hace 13 años
No hay comentarios:
Publicar un comentario